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PARTÍU CARLISTA: pola defensa de la nuesa tierra

Un caballero aventurero

Un caballero aventurero

LA NUEVA ESPAÑA

25 de mayo de 2009

 

José Ignacio Gracia Noriega


El indiano, suma de infinidad de indianos, tenía una característica común a todos: la de ser un aventurero, aunque él mismo no se lo creyera. Los motivos de la emigración eran principalmente económicos: marchaba a América con el propósito de mejorar de posición con respecto a la vida que le aguardaba en la aldea. Pero también los hubo que marcharon por otros motivos, y el motivo político no fue de los de menos importancia ni de los menos frecuentes. En la múltiple tipología del indiano, los hubo que embarcaron por no empuñar las armas, principalmente por no ir a las guerras de África, y los hubo que tuvieron que embarcar por haberlas empuñado.

Entre éstos figura José González Cortina, abuelo materno de Ezequiel Canella, que fue quien me proporcionó los datos que figuran en esta breve biografía. Había nacido en Villoria, concejo de Laviana, que dio un nombre ilustre a la Iglesia y a la filosofía escolástica, el dominico fray Zeferino González, que llegaría a cardenal. En el pueblo de al lado, Entralgo, nació, como se sabe, el novelista don Armando Palacio Valdés, que saca en su novela «Sinfonía pastoral» al propio fray Zeferino aconsejando a un indiano imaginario y paisano, de nombre Antón Quirós, que era más convencional que José Gutiérrez Cortina. El año del nacimiento de nuestro personaje fue el de 1855: a tiempo para participar en la tercera carlistada. Su padre, Ignacio Gutiérrez Ordóñez, era de Lada y casó con Dolores Cortina Canella, parienta de Fermín Canella Secades, quien llegaría a rector de la Universidad de Oviedo.

Ignacio Gutiérrez estableció una herrería detrás de la iglesia de Villoria. Su hijo José Gutiérrez Cortina era hombre de templo. En cierta ocasión, siendo todavía un muchacho, bajó al mercado de Pola de Laviana (en las aldeas, cuando se va a la villa, siempre se dice «bajar», siempre se «baja a la villa», como si se tratara de una nostalgia de la vida de otros tiempos, en que las aldeas se dispersaban por las montañas y la aldea estaba en el valle). Le acompañaba un hermano suyo. Durante su recorrido por el mercado, le mordió un cerdo. Temiendo José que el cerdo pudiera tener la rabia y no abundando los médicos entonces tanto como ahora, corrió a la herrería y solicitó al herrero que le cauterizara la herida: éste se asustó y se negó en redondo. Ante la negativa, José tomó un hierro al rojo vivo y él mismo se lo aplicó a la herida. Seguidamente, hubo de asistir a su hermano, que se había desmayado.

Probablemente, José Gutiérrez Cortina fue de los que no se planteó abandonar el valle de Laviana en su vida. Una vez que aprendió a leer, a escribir y a echar cuentas, entró a trabajar en la fragua de su padre. Trabajo no faltaba. Se trataba de un negocio próspero y en marcha. Pero un buen día se acercó a la herrería don Melchor Valdés, pirotécnico muy conocido en el valle y gerifalte carlista que montaba una tranquila y poderosa mula blanca, que no tardaría en hacerse famosa en media Asturias. Don Melchor levantaba una partida para devolver el trono al rey legítimo, a Carlos VII, cuyos partidarios ya combatían en las Provincias Vascongadas, Cataluña y Valencia. Corría el año 1872 y José Gutiérrez no lo pensó dos veces: agarró una escopeta de caza, un puñado de cartuchos, se calzó unas alpargatas nuevas y se sumó a la partida, que llegaría a ser de unos cien hombres; casi un ejército.

Por la Colladona pasaron al concejo de Aller, reducto carlista en el que conoció a Próspero Tuñón, a Ángel Rosas, al comandante Santaclara y, sobre todo, a Faes, que dio a la guerra carlista en Asturias una gran movilidad: a través y más allá de las montañas, lo mismo estaban en Infiesto o en Ribadesella, exigiendo el pago de impuestos y raciones a los ayuntamientos liberales, que de regreso en Laviana.

Salía por primera vez de Asturias. Al cabo de un año de campaña, un cura de León llamado don Antonio Milla recorrió las zonas leales de Asturias para reclutar guerrilleros que abandonaron Asturias por Caso para internarse en los montes de León y Palencia caminando de noche y durmiendo de día, comiendo boroña y ordeñando las vacas que encontraban en los prados. Al cabo de quince días alcanzaron Vizcaya sin disparar un tiro. En Balmaseda constituyeron el batallón de Asturias, de doscientos hombres, que entró en fuego en la línea de Somorrostro, donde se libraron combates terribles. Se perdió la guerra y en 1876 José Gutiérrez hubo de refugiarse en Francia durante unos meses.

Volvió a Laviana, y como un cuñado suyo había marchado a Guatemala, para allá marchó José con poco equipaje, sin un duro y con una carta de fray Zeferino para el arzobispo de Guatemala, por lo que pudiera necesitar. En Guatemala no vio oro empedrando las calles. Su cuñado marchó a Colón, para trabajar en las obras del canal de Panamá, y él a Cuba, donde recibió ayuda económica de un tabaquero amigo de su padre.

Volvió a Guatemala: trabajó haciendo ladrillos y baldosas a mano para un asturiano que le pagaba muy mal y le mataba de hambre; abrió un café con un socio, hizo relaciones y un buen día se encontró con que el general Lisandro Varillas, el presidente de turno de aquella República, le llamaba porque había oído contar que era hombre decidido, para ponerle al frente de una hacienda que poseía en al alto Verapaz, lugar montañoso y selvático. José no sabía nada de cafetales, pero aprendió deprisa, ayudado por los indios del lugar. El cafetal marchó bien hasta que Varillas fue sustituido por Estrada Cabrera, que instauró una dictadura tenebrosa, y al conocer la buena relación del español con el anterior presidente, le hizo la vida imposible. La dictadura de Estrada Cabrera se fundamentaba, como toda dictadura que se precie, en la relación. José procuró ser prudente al principio, aunque se sabía vigilado. Más tarde, al comprobar el escaso beneficio que le producía la prudencia, decidió marchar a México, oportunidad que aprovechó Estrada Cabrera para ponerle en prisiones con el pretexto de que se disponía a organizar una intentona revolucionaria desde México, con el propósito de tumbarle y de reponer a Varillas. En la prisión estuvo poco tiempo, porque pronto le sacaron para fusilarle en el patio de atrás. Estaba delante de seis fusiles que iban a levantarse de un momento a otro, y a su espalda el muro: no había escapatoria. Pero José era hombre de inesperados recursos. No habiendo salvación en la huida, la encontró en sus bolsillos. En uno llevaba un crucifijo de plata. Lo sacó y, levantándolo por encima de su cabeza, se lo mostró al pelotón: salía el Sol por encima de los muros y el crucifijo brilló con los primeros rayos. Los soldados quedaron impresionados: bajaron los fusiles y el sargento que mandaba el pelotón le tomó por las solapas, le dio un empujón y le recomendó que no se le ocurriera volver a aparecer por allí. Aquel día era el 5 de febrero de 1905. No se borró jamás de la memoria del indiano. Considerando que había vuelto a nacer aquel día, todos los 5 de febrero hizo decir una misa de acción de gracias.

Aunque con el pellejo intacto, en Guatemala no le quedaba nada que hacer, al menos mientras durara en el poder Estrada Cabrera. Y como sucede con las dictaduras, aquélla iba para largo. De hecho, Estrada Cabrera se mantuvo en el poder la friolera de veintidós años, hasta 1920. Al embarcar en dirección a Cuba, cayó en la cuenta de que todavía guardaba en el bolsillo de la chaqueta la carta de recomendación de fray Zeferino para el arzobispo de Guatemala.

En Cuba, una circunstancia fortuita acudió en su ayuda. En el año 1895, en plena guerra de independencia cubana, coincidió a bordo de un barco que se dirigía a los Estados Unidos con el general insurgente cubano Emilio Núñez. Al saber de quién se trataba, la primera resolución de José fue matarle de un tiro y arrojarle al mar. Para ello, se ganó su confianza, y tanto se la ganó que se hicieron amigos. Al desembarcar en Cuba fugitivo de Guatemala, el general Núñez era una personalidad influyente que le echó una mano. Pero José ya era viejo para volver a meterse en negocios, tenía más de cincuenta años y pensó que a esa edad donde mejor estaba era en la patria.

Volvió a España en 1907 y, de nuevo en Laviana, fundó una fábrica de chocolates que bautizó Las Camelias porque así se llamaba el cafetal que había tenido en Guatemala. Pasaba, pues, del café al chocolate. El negocio marchaba bien, pero la situación política en el valle del Nalón tiraba a peor. Predominaban unas ideas que él consideraba disolventes, implantadas durante su ausencia. Se dio cuenta de que la aldea se había perdido para siempre y, como el viejo hidalgo don César de las Matas de Arbín, exclamó airado que aquello no era el progreso, sino la barbarie. En realidad, a pesar de sus aventuras al otro lado de los mares, nunca había dejado de ser un soldado de don Carlos, defensor de los derechos de la Iglesia y de las leyes viejas. Aquel mundo había desaparecido, aunque él se resistiera a reconocerlo. La gran huelga de 1917 se lo certificó. Entonces, vendió sus posesiones y se estableció en Madrid.

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