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PARTÍU CARLISTA: pola defensa de la nuesa tierra

El movimiento Carlista frente al Estado Español

El movimiento Carlista frente al Estado Español

Javier Cubero de Vicente

Comunicación presentada en las V Jornadas de Historia Contemporánea–V Xornaes d’Historia Contemporánea, organizadas por la Asociación de Jóvenes Historiadores–Conceyu de Xóvenes Historiadores, y celebradas en Uvieu/Oviedo en abril de 2006.

 

Era la doctrina regionalista que em seduhïa. Encara que no la comprenia pas bé, portat per un intens amor a les coses de casa, presentia la reconstitució de nostra antiga nacionalitat i la resurrecció d’una federació espanyola com a única reparació de punyents injustícies i desastrosos errors polítics. Així concebia jo el carlisme, i així vaig acceptar-lo.

Marià Vayreda, Records de la Darrera Carlinada, 1898

El carlismo es un fenómeno político y cultural con una realidad histórica muy diferente y mucho más rica que la imagen que de él tienen algunos sectores de la sociedad española; la cual se debe al continuo maltrato y desdibujamiento que ha sufrido por parte de numerosos sectores intelectuales desde el siglo XIX hasta hoy, parcialidad que a veces era claramente reconocida, como hicieron los autores del Panorama español cuando afirman que “Seremos imparciales al relatar los hechos de los hombres de todos los colores políticos que han aparecido entre nosotros (...) Los moderados, los progresistas, los republicanos y cualesquiera otras denominaciones que hayan podido darse serán medidos por nosotros con el mismo rasero. Los que se llaman carlistas, jamás”[i]. Para Josep Miralles Climent, el carlismo “parece no haber encajado demasiado bien en la mayoría de tendencias historiográficas que han ido dominando a lo largo de su ya dilatada historia. El carlismo se ha considerado como un fenómeno marginal, cuyo conocimiento no merecía demasiado interés, bien porque se consideraba simple y llanamente una cultura reaccionaria, contraria al progreso, o bien porque se hallaba al margen del sistema dominante”.[ii] 

Otros autores van bastante más lejos en su crítica de las tendencias mayoritarias de la intelectualidad española, afirmando que éstas han tenido esas actitudes con el fin de sancionar la construcción moderna del Estado Español reduciendo interesadamente el Carlismo a un simple conflicto dinástico o de entre progreso y reacción dentro de las luchas internas del Estado que se estaba construyendo, cuando realmente el Carlismo era la expresión política de la resistencia de las comunidades periféricas a la construcción del Estado centralista. Por tanto al carlismo habría que estudiarlo dentro del “marco cultural de los pueblos singulares minorizados europeos, que, partiendo de viejas reivindicaciones legitimistas, hicieron de unas dinastías dotadas de sensibilidad regionalista un marco de reivindicación de espacios de libertad para una identidad autóctona”[iii] siendo interesante en esta línea ver las semejanzas que presenta “con otros movimientos autonomistas de raíz campesina y cultura céltica(...) los vendeanos, los chuanes bretones, los irlandeses o los jacobitas escoceses”.[iv] 

Al carlismo histórico se le puede clasificar dentro de lo que Hobsbawm denominó rebeldes primitivos, formas arcaicas de agitación social que no se pueden incluir ni en las revueltas propias del Antiguo Régimen ni en los movimientos sociales modernos y que han sido subvaloradas por muchos historiadores que no han podido o no han querido estudiarlas seriamente porque eso les suponía romper con sus esquemas predeterminados. De hecho “la filiación y el carácter político de estos movimientos resulta no pocas veces impreciso, ambiguo” pues están formados por “gentes prepolíticas que todavía no han dado, o acaban de dar, con un lenguaje específico en el que expresar sus aspiraciones tocantes al mundo”. Los integrantes de estos movimientos no nacen dentro del mundo del capitalismo, sino que “llegan a él en su calidad de inmigrantes de primera generación, o lo que resulta todavía más catastrófico, les llega este mundo traído desde fuera, unas veces con insidia, por el operar de fuerzas económicas que no comprenden y sobre las que no tienen control alguno; otras con descaro, mediante la conquista, revoluciones y cambios fundamentales en el sistema imperante, mutaciones cuyas consecuencias no alcanzan a comprender, aunque hayan contribuido a ellas” siendo su problema el “cómo adaptarse a la vida y luchas de la sociedad moderna[v]. Y una de las formas de enfrentarse a esa transición del viejo mundo al nuevo es “una explosión del legitimismo popular en sus formas más abiertamente tradicionales (...) como ocurrió con el carlismo (...) sin embargo, la rebelión primitiva deja de ser muy pronto un mero rechazo del presente, para convertirse en medio de controlarlo, aunque sin la herramienta adecuada, con una mezcla de ideas viejas y nuevas. Puede que refleje, y de hecho suele reflejar, los elementos dinámicos y progresivos en el seno de una sociedad atrasada en trance de mutación (...) Y es que su capacidad de lograr resultados positivos depende de su capacidad de absorber elementos modernos”[vi] pudiendo ser precursores del despertar político, antecedentes de las modernas organizaciones políticas, de las cuales incluso pueden acabar llegando a formar parte.

El Carlismo, por tanto aunque surgido como un rechazo rotundo e instintivo de las consecuencias sociales y de la nueva cultura de la Revolución Industrial y de la revolución liberal, ha sido capaz de continuarse a lo largo del tiempo, reelaborando su ideario político para ir dando respuesta a los nuevos problemas sociales pero sin perder de vista unos principios culturales de tipo tradicional. Y curiosamente el Carlismo en algunas de aquellas de sus actitudes que fueron consideradas más reaccionarias en el pasado, se ha adelantado a movimientos considerados actualmente como progresistas. Otra característica importante del Carlismo a lo largo de su larga historia ha sido su pluralidad, no constituyendo jamás un bloque uniforme.En el nacimiento y desarrollo del Carlismo a lo largo del siglo XIX confluyeron “tres determinantes históricos bien diferenciados: hay un problema de resistencia campesina a la penetración del capitalismo liberal en los medios rurales; hay un problema de resistencia autonomista frente a un Estado liberal resueltamente entregado a su función centralizadora; hay un problema de resistencia de unas formas de religiosidad tradicionales(...) frente a cuanto el liberalismo y el proceso general de secularización comportan(...). A estos tres factores determinantes puede añadirse la incidencia, desde poco antes de morir Fernando VII, del consabido conflicto dinástico.”[vii] La bandera dinástica de Don Carlos fue ante todo el paraguas en torno al cual se agruparon todos los sectores que se oponían a la Revolución liberal, cuya unidad desaparecía en cuanto trataba de desarrollarse un proyecto político de gobierno. Dentro del primer carlismo encontramos tres grupos políticos: los transaccionistas (dispuestos a entenderse con el liberalismo moderado), los apostólicos (absolutistas intransigentes) y los foralistas, que tenían “muchas influencias en las masas”, siendo este el grupo que realmente “aporta al carlismo el programa que le dará fuerza y pervivencia a lo largo de un siglo”[viii]. Algunos autores como Tuñón de Lara ven en las guerras carlistas los primeros signos de formación de una conciencia nacional en la periferia del Estado[ix], y de hecho el carlismo se caracterizara por una defensa de los particularismos institucionales frente la uniformización constitucionalista del Estado liberal. Y socialmente el carlismo fue un movimiento “de carácter popular-campesino, en el que los intereses del campesinado confluyeron con los de la pequeña nobleza y con los de la Iglesia, es decir, las tres fuerzas sociales sacrificadas por las políticas desamortizadoras burguesas del siglo XIX”.[x] 

El desprecio con el que los militares liberales trataron a los rebeldes carlistas les produciría una amarga sucesión de derrotas, pues para su sorpresa aquellos que consideraban aldeanos montaraces mal armados que “parecían más una tribu de indios americanos que un ejército moderno” según el inglés Bacon[xi], poseían unas tradiciones organizativas eficaces con las que pudieron organizar un ejército popular. En diciembre de 1833 Zumalacárregui combatía al frente de 3.000 voluntarios, un año más tarde dirigía un ejército de más de 35.000 carlistas con los que fue derrotando sucesivamente a un Ejército español cinco veces superior. Apenas daban un paso los militares, los guerrilleros ya lo sabían, pues los pueblos filocarlistas se avisaban unos a otros por toques de campana o mensajeros. El Ejército respondió a esto con castigos colectivos a familias, pueblos y valles enteros, acusados de colaborar con los carlistas. En la ciudad de Tafalla, a pesar de estar ocupada por las tropas liberales, en un recuento de abril de 1835, figuraban 175 jóvenes ausentes “en la facción de los revolucionarios” mientras que sólo había 9 “sirviendo a Nuestra Señora la Reina”.[xii] Entre los carlistas, que proclaman orgullosamente su incorporación voluntaria a la guerra veremos aparecer una vertiente antimilitarista y de hecho, en toda la documentación de época los carlistas rara vez utilizan para sí mismos las palabras tropa, soldado o recluta, empleando siempre las de voluntarios o paisanos armados”.La movilización popular a favor del Carlismo sólo se puede llegar a entender si se tiene en cuenta que“para muchos voluntarios, la guerra toma la apariencia de un combate de liberación social”, de una lucha de “pobrerío carlista contra ricos liberales”, de hecho, ya en 1833, el virrey de Navarra instaba a las autoridades a defender la propiedad privada de los ataques que estaba sufriendo por parte de “los revolucionarios que infestan el país”. Pero el carlismo no fue un movimiento exclusivamente campesino, encontrando también apoyo entre los trabajadores urbanos. Cuando entró en Oviedo la expedición carlista del general Gómez, en la prensa liberal de Madrid se publicó que “la ciudad quedó desierta de toda la gente honrada, y los carlistas sólo recibieron el aplauso de la pillería de los mercados y el sanculotismo, carniceros, zapateros y albañiles”. En 1835, el Gobierno español consciente de la dificultad de sofocar él solo la sublevación, solicitará con éxito ayuda militar a Francia, Portugal y Gran Bretaña, cargando así de razones morales a los carlistas. Finalmente el desgaste de la guerra y las divisiones internas del carlismo llevaran al Convenio de Vergara, finalizando la Primera Guerra Carlista con la victoria gubernamental en 1840.

El liberalismo triunfante podía ya dedicarse plenamente a la construcción del Estado unitario español y del nuevo orden económico capitalista, deshaciendo el entramado municipal y comunalista de la sociedad tradicional. Mientras tanto el Carlismo “iniciado como una negación de la revolución liberal (...) iría enriqueciendo su contenido doctrinal sin más que apuntarse como tantos propios los fallos del liberalismo –es decir la contrapartida social de la revolución-. Al concluir la primera guerra, el Carlismo aparecía identificado con las reivindicaciones foralistas –replica al centralismo a ultranza del sistema liberal-. Y por este camino, hallaría ya posibilidades proselitistas en el campo abierto por el despuntar de determinados nacionalismos históricos, impulsados en la ola del romanticismo (...); éste es el caso del catalanismo de Tomás Beltrán y Soler (...) que se adelanta en muchos aspectos (¡ya en 1848!) a las posteriores lucubraciones de Prat de la Riba. Por último, ya en la época de Carlos VII, el carlismo contrasta el progresismo a ultranza con una revitalización de viejas herencias medievales que se entenderán como consustanciales al ser real de España, según los posteriores enunciados de Vázquez de Mella: al liberalismo centralista se opondrán las antiguas libertades históricas; al federalismo abstracto pimargalliano, la restauración “foralista” de aquellas entidades nacionales que se confederaron en tiempos de los Reyes Católicos (...) al descarnado desamparo del “cuarto estado”, creado por el ascenso de la burguesía industrial, una apelación a las antiguas “garantías sociales” del sistema gremial”.[xiii]

El carlismo se sublevara nuevamente en varias ocasiones; siendo una de ellas la Segunda Guerra Carlista (1846-1849), que se desarrolló principalmente en Cataluña; y se irá regenerando gracias a la labor de carlistas como el bardo Iparraguirre, de cuyo activismo foralista se hablará en la Cortes “Señores: yo he concurrido a oír uno de esos conciertos al aire libre en aquellas montañas. Estaba anunciado que Iparraguirre cantaría la canción “El árbol de Gernika” que es el símbolo de la libertad foral. Concurrieron de todas las villas, pueblos y caseríos circunvecinos sobre seis mil personas (...) al oír las últimas cláusulas, aquellos hombres que habían llevado boina durante los seis años de guerra, que tenían un corazón caliente y les chispeaba la sangre, levantaban los brazos en ademán activo jurando morir por los fueros”.[xiv] El arraigo popular del Carlismo era reconocido por sus propios adversarios: Joaquín Francisco Pacheco, ministro de Estado en 1854, confiaba ese mismo año al embajador inglés en Madrid, que la mitad de los votos del electorado serían para los carlistas si estuviera en vigor el sistema del sufragio universal.[xv]

En 1868 al Partido Carlista se le permitirá entrar en la legalidad y participar en las elecciones, llegando a obtener 79 parlamentarios en 1871, pero la falsificación de las elecciones de 1872, producirá una nueva insurrección, iniciándose la Tercera Guerra Carlista (1872-1876). Desde la prensa liberal se señalará que las causas de esta guerra son de origen socialista, alertando sobre el odio social del campesino a los grandes propietarios y “el color socialista del más subido rojo” de los sermones de los párrocos carlistas[xvi]. Los jornaleros y pequeños labradores carlistas se habían empobrecido con las nuevas legislaciones mientras habían visto enriquecerse a los abanderados del liberalismo a costa de los bienes comunales. Y una vez sublevados, los campesinos carlistas dislocarán a las autoridades liberales, destruyendo todo lo que represente al Estado liberal, quemando los registros civiles de los pueblos, paralizando ferrocarriles y telégrafos, persiguiendo a los ricos que se habían apropiado de las tierras desamortizadas; es entonces cuando se vislumbran los rasgos luddistas de las bases carlistas. Ante el deterioro del poder del Estado, el capitán general Rafael Izquierdo afirmara que“hay que hacer país liberal y país español cuando menos”[xvii]. Los oficiales del ejército liberal reaccionarán violentamente contra quienes no hablaban en castellano, e incluso se va a producir la detención de paisanos que por no responder en castellano al ser preguntados por el movimiento de las guerrillas, van a ser considerados sospechosos de ser carlistas[xviii]. Los carlistas llegaron a controlar un territorio lo suficiente amplio como para crear un pequeño estado, restableciendo las instituciones tradicionales de autogobierno y organizando la sanidad, la enseñanza y las comunicaciones. Carlos VII en un manifiesto a los pueblos de la Corona de Aragón anunciará la restauración de sus Fueros, y en Gernika jurará los Fueros vascos. Para el diario La Crónica de Cataluña estaban unidos los carlistas catalanes y los cantonalistas “en la idea de romper la unidad nacional, que tantos siglos ha costado[xix], acusando a los carlistas de pretender hacer un simulacro “de gobierno carlista de Cataluña, de proclamar los fueros de no sabemos de qué época, sin considerar que lo que proclaman es federalismo”.

La victoria del ejército liberal en 1876 será presentada “por Cánovas como un triunfo de los ejércitos regulares al servicio de un Estado constituido, sobre una guerrilla popular; género este último de resistencia popular en que nunca creyó”[xx]. Un aspecto que llamó la atención de los corresponsales de prensa fue el espíritu con el que los carlistas volvían a casa “Los carlistas han sido derrotados, vencidos y aplastados por los Ejércitos de la Nación, pero el espíritu carlista, sus convicciones, sus masas quedan en pie, sin armas es cierto, pero engreídos y envalentonados y respirando más animosidad y odio que antes de la guerra (...) más bien que partido anulado y arrepentido, parece un enemigo sujeto a un armisticio indefinido”[xxi].

Uno de los principales ejes vertebradores del carlismo fue el comunitarismo (“Los Fueros, en el sentido legítimo de la palabra son la tradición misma, como lo es nuestra Bandera; por eso escribimos en ella al lado de las palabras Dios, Patria, Rey, la de Fueros”). Un comunitarismo que tenía tres dimensiones, una inmediata, ligada a su pueblo, a la parroquia, al valle, con sus tradiciones, sistemas de vida, comunales y relaciones sociales;  otra algo más global, que algunos definen como “protonacionalismo” y que une a las diferentes comarcas en países definidos por una historia, una cultura, una lengua y unas tradiciones propias; y por último, Las Españas como el conjunto de los diferentes países o comunidades históricas, unidos culturalmente por la religión católica y políticamente por una Monarquía Federal fundamentada en un pacto entre las comunidades y la Corona, y en la cual, los diferentes países tendrían tal alto grado de autogobierno que el proyecto carlista era definido por sus portavoces como una “confederación de repúblicas sociales”. Y en caso de ruptura del pacto, las comunidades tenían derecho a independizarse. La Patria para los carlistas era la tierra natal, de los antepasados, la tierra de una misma comunidad afectiva, con cultura e instituciones propias, y por tanto defenderán las comunidades históricas rechazando la división provincial del Estado liberal. Y el aspecto religioso debe interpretarse como un aspecto más de la personalidad de sus comunidades, es la fe de sus antepasados, vivida en una dimensión comunitaria con sencillez y autenticidad, pues los carlistas optaban por una Iglesia en pobreza y libertad, con absoluta independencia de los poderes estatales para cumplir su misión. Los carlistas entenderán a los fueros “como las leyes que el pueblo se da a lo largo de la historia, primero consuetudinariamente, posteriormente codificadas por escrito”[xxii]. Y el régimen foral defendido por los carlistas estará dotado de una base no individualista pues las primeras asambleas vecinales nos muestran una agrupación federativa de familias, desde las cuales se va estructurando progresiva y federativamente el edificio foral: anteiglesias, pueblos, Juntas: “¿Qué es lo que forma y se llama el Señorío de Bizcaya? La unión o asociación de los pueblos bizcaínos, confederados en bien de los intereses generales de todos ellos. Constituyen un todo, una agrupación homogénea, pero sin que ninguno de ellos abdique su independencia, siendo todos iguales en derechos y deberes, sean grandes o pequeños, y sin que, ni todos reunidos, ni ninguno de ellos por sí, pueda mezclarse en la gestión peculiar y exclusiva de los asuntos que sólo afecten a uno de los componentes de la agrupación. Más claro; es una confederación de pueblos independientes para realizar un objeto determinado, y para, apoyados los unos en los otros, alcanzar el bienestar de todos”. En el régimen foral se da una división de poderes entre las Juntas (legislativo) y la Diputación foral (ejecutivo). Y de la misma forma que los municipios conservan su propia soberanía, el conjunto del Señorío de Vizcaya, históricamente confederado a la monarquía hispánica, conserva la suya. En definitiva:“Los fueros además de ser la constitución de Bizcaya, son la síntesis, la expresión elocuente de la libertad del pueblo euskaro, (...) la fórmula de la libertad personal de los Bizcaínos y de la independencia de la tierra”. Y los carlistas no entenderán el autogobierno foral como un privilegio reservado a uno o dos países, sino como un derecho defendido para todos los pueblos de Las Españas, así el periódico Le Monde al comentar el manifiesto de Carlos VII de 1869 afirma “D. Carlos lo ha dicho: la Constitución de Vizcaya, que realiza el gobierno del país por el país, debe ser la constitución de toda España”.[xxiii] 

Los intelectuales carlistas considerarán al proceso capitalista (industrialización, consumismo, nuevos valores estatales) como una amenaza a la personalidad de sus comunidades, las cuales serán ensalzadas por una literatura de carácter romántico que incide en la loa del mundo rural tradicional, y postularán como alternativa una sociedad basada en la ética del Evangelio. Los carlistas desarrollarán una fuerte actividad culturalista, incentivando el estudio de la historia y el desarrollo de las costumbres tradicionales, fomentando el folclore, y promoviendo el cultivo de las lenguas autóctonas frente al castellano, la lengua de las elites liberales. Para los carlistas si sus comunidades desean llegar a ser libres, estas deben conservar intacto su patrimonio cultural. Son estos los años del llamado renacimiento de las culturas regionales, cuando se produce el acceso de las lenguas hispánicas diferentes de la castellana a formas de expresión literaria de una calidad no lograda hasta entonces y el redescubrimiento de unas identidades alternativas a la uniforme Nación española del constitucionalismo liberal. Sin embargo, el carlismo va a perder el monopolio de la defensa de las culturas autóctonas y de los particularismos institucionales, debido al surgimiento de nuevas corrientes regionalistas, y en País Vasco y en Cataluña; éstas intentarán absorber y transformar al carlismo en un movimiento nacionalista católico similar al irlandés. Los carlistas criticarán a los nacionalismos periféricos por subordinar la defensa de la cultura y lengua autóctonas a su proyecto de construcción nacional, asentado sobre bases urbanas y dotado de unas tendencias unitarias peligrosas para las peculiaridades específicas de las diferentes comarcas. Y el carlismo logrará integrar algunas de estas nuevas corrientes como el sector gallego que encabezaba Alfredo Brañas. El ideal carlista es una sociedad asentada en sus raíces, pero constantemente renovada sobre su propia identidad, la cual tiene su mejor representante en el pueblo campesino.En 1897 varios parlamentarios carlistas elaboran el Acta de Lóredan, uno de los documentos programáticos más importante del Carlismo, en el cual se señala como objetivo político el ver “Reintegradas en sus fueros las Provincias Vascongadas y Navarra; restablecidos también los de Aragón, Cataluña, Valencia y Mallorca; restauradas de nuevo las antiguas instituciones de Galicia y Asturias y garantizadas en adelante las libertades de los diversos países de la Corona de Castilla y León” y se afirma que las constituciones históricas debían ser puestas al día “pero siempre sin ajenas imposiciones”. El Carlismo supo adaptarse a la nueva realidad política, creando áreas propias de sociabilidad que le permitieran renovarse: los Círculos Carlistas, donde se organizaban actividades culturales, deportivas y educativas, y que se convirtieron en la base de la estructura del Partido Carlista. Los carlistas desarrollaron toda una estética caracterizada por la nostalgia de un paraíso perdido, que en puridad nunca había existido tal como lo presentaban, y cuyos valores eran “la defensa de las sociedades primitivas frente a las industrializadas, la preferencia de la vida natural a la vida urbana, la superioridad del objeto artesanal sobre el manufacturado en serie, en fin, la exaltación de la belleza por encima de lo moderno”[xxiv] y lo tecnológico.

En los inicios del siglo XX se producirá una revitalización del Partido Carlista pues “el creciente rechazo popular a los gobiernos alfonsinos hizo que los simpatizantes y militantes de la Causa aumentasen en sus feudos históricos y en las zonas rurales del norte de España sobre todo”.  Se procede entonces a la conquista del espacio público a través de actos y concentraciones de masas en lugares simbólicos del Carlismo como Montserrat.  Frente a un estado liberal burocratizado donde predominaban la empleomanía, la centralización y la secularización, el Carlismo construye una imagen de sí mismo, perfilando una contrasociedad que reforzaba los lazos comunitarios y la pertenencia del carlista a una misma comunidad, opuesta a la disgregadora e individualista sociedad liberal.Políticamente los carlistas van a colaborar con los nacionalismos periféricos. En 1906 se constituyó la coalición Solidaritat Catalana, formada por nacionalistas catalanes, republicanos federales y carlistas. Y en 1907 se fundó, siguiendo el ejemplo catalán, Solidaridad Gallega, que lograría “concienciar el campesinado gallego”[xxv], y también se promovió otro proyecto similar en el País Valenciano. En Asturias, en 1916 los carlistas promoverán la Junta Regionalista del Principado. Y junto con los nacionalistas vascos formarán la Alianza Foral en 1921, dotada de un programa comprometido tanto con la cultura y lengua autóctonas como con la situación de las clases populares: creación de un crédito agrícola, apoyo al patrimonio comunal de los pueblos, autonomía municipal, seguros de retiros obreros, y un plan de repoblación forestal, en el cual vemos la vertiente ecologista del carlismo, preocupado por el mantenimiento de la riqueza ecológica frente a una industrialización salvaje. También se produce una nueva rearticulación del discurso carlista, se insistirá en la sustitución del Estado por una Confederación de pueblos soberanos, como vía para construir una auténtica democracia, frente a los liberales “que entienden el patriotismo como una persistencia de su caciquismo”. Los carlistas interpretarán de forma radical la doctrina social católica, organizarán sindicatos católicos y no dudarán en entenderse con los socialistas a la hora de las reivindicaciones concretas, por lo que fueron acusados de ser “bolcheviques blancos”. Y desde los Círculos Carlistas se promovían cooperativas y se intentaba recuperar tierras que habían sido comunales. A pesar de esto, los cambios sociales y culturales erosionaban las bases carlistas pues “en los hacinados barracones, la transformación del jornalero carlista en proletario rojo será meteórica”.[xxvi] 

En 1930 los carlistas catalanes elaboraron un Projecte d’Estatut de Catalunya de tipo confederal, y en 1931, Jaime III en un manifiesto reafirma que “ha sido siempre el fundamental objeto de nuestra política realizar la federación de las distintas nacionalidades ibéricas”. Los carlistas colaboraron con el PNV en la elaboración y defensa del Estatuto de Estella, en el cual se proponía un “Estado Vasco”, y apoyaron el Estatuto de Cataluña en el referéndum de 1931. Sin embargo, los ataques a los edificios religiosos y a la religiosidad popular en la II Republica, van a llevar al carlismo a una defensa de la Iglesia y a formar una amalgama con integristas, tradicionalistas mellistas y otros sectores de la derecha católica. En esta amalgama denominada Comunión Tradicionalista las reivindicaciones sociales y la personalidad de la comunidad carlista se va a difuminar en el marco de la defensa de la religión y de la lucha contra el peligro del totalitarismo soviético. El discurso federalista va a ser sustituido por una foralidad retórica y abstracta, de la mano del intelectual Pradera, cuya doctrina  era considerada por los antiguos carlistas como una “deformación ideológica”, un falso tradicionalismo. Esto va a producir el desencanto de sectores carlistas, que se integrarán en los nacionalismos periféricos (la Unió Democrática de Catalunya surgirá como una escisión carlista) o en la izquierda obrerista (viejos círculos carlistas se convertirán en centros obreros izquierdistas). Finalmente, las políticas antireligiosas  y la violencia política acabarán produciendo en 1936 un pacto entre la cúpula directiva carlista (en la cual la presencia de antiguos carlistas era mínima) y un sector del Ejército Español, el gran enemigo histórico del Carlismo, para dar un golpe de Estado e instaurar un gobierno ordenancista, cuya duración debía ser lo más corta posible y al que deberían seguir unas elecciones libres. El golpe fracaso, derivando en una guerra civil, en la cual el pacto con la dirección carlista no va a ser respetado, creándose una dictadura militar, que va a intentar absorber al carlismo mediante el Decreto de Unificación. Pero la Comunión Tradicionalista no va a aceptar ese Decreto, siendo todos sus bienes confiscados por Falange, y pasando a la ilegalidad. A los carlistas les tocó la terrible paradoja de ser perdedores políticos en el bando de los vencedores militares, sufriendo por parte del régimen franquista, deportaciones, exilios, persecuciones, encarcelaciones, ...

Durante la postguerra el partido va a reorganizarse lentamente en la clandestinidad, y elaborará un discurso político incidiendo en su oposición al fascismo y al capitalismo. También se va a reelaborar una doctrina regionalista, marcada por la defensa de la pluralidad cultural hispánica y de los autogobiernos regionales y locales, frente al duro centralismo de la dictadura.  En 1950, D. Javier de Borbón-Parma en un viaje de incógnito al País Vasco juró bajo el árbol de Guernica los Fueros y libertades de Euskalherria y del resto de los países que conformaban las Españas. Durante los años siguientes va a haber una radicalización de los posicionamientos sociales, atacándose ácidamente al capitalismo y a “las estructuras sociales burguesas”, y durante la década de 1960 se va a producir una fermentación ideológica del Carlismo, influida por el Concilio Vaticano II y la transformación social del Estado español. El Concilio Vaticano II volvía a poner a la Iglesia, en cuanto comunidad de fe y de esperanza, en la vanguardia del pensamiento crítico, especialmente en los temas políticos, sociales y económicos. Se volvía a enlazar con la tradición cristiana de liberación “aquí y ahora” y se desterraban viejas fórmulas que si en otro momento histórico tuvieron sentido, ya no servían sino que obstaculizaban un diálogo sincero y constructivo con todos los hombres de buena voluntad. Esta renovación del pensamiento social católico va a influir decididamente en el Carlismo, que pasará a identificarse con los sectores más avanzados de la Iglesia española, e incluso con la Teología de la Liberación. La transformación social y económica del Estado español en esta época tuvo un fuerte coste social (emigración del campo a las ciudades, grandes barriadas obreras en la periferia, marginación y desarraigo social, perdida de identidad,...) pero produjo el surgimiento de una nueva clase obrera que no luchaba solamente por las condiciones de trabajo, sino también por mejores condiciones de su vida en general (urbanismo, sanidad, cultura). Estos dos factores, renovación de la Iglesia e industrialización rápida del Estado, supusieron un cambio radical en la sociedad española y en el Carlismo, que tuvo que replantearse las formas de actuación política eficaces. Las principales organizaciones carlistas renovadoras van a ser la estudiantil AET y el obrerista MOT. Se buscará construir un nuevo modelo de sociedad, basado en el principio de la dignidad de la persona humana tal como lo exponía la doctrina católica, algunos sectores carlistas empezaran a definirse como socialistas, y a partir de 1964 ya se hablará claramente de socialización de la empresa. En estos años la concentración anual de Montejurra se convertirá en el acto carlista por excelencia, al cual acuden decenas de miles de personas, pues el Carlismo aún conservaba parte de su arraigo popular. De hecho “permanecían en activo importantes núcleos carlistas, obviamente en Navarra, pero también en pueblos de Vizcaya y Guipúzcoa (Elorrio, Ondárroa, Azpeitia, Azcoitia, Urrestilla...)”[xxvii], de Cataluña, del País Valenciano,... y se conservaban aún las raíces culturales como reconoce Jon Juaristi:“cuando desde ETA comenzamos a colaborar con los Grupos de Acción Carlista (…) hice amistad con algunos jóvenes pistoleros carlomaoistas de la comarca (…) Atendiendo sólo a criterios lingüísticos y etnológicos, puedo afirmar que eran mucho más vascos que yo. Hablaban perfectamente el eusquera; es decir, hablaban sólo en eusquera. Jugaban al frontón endiabladamente bien y no dudo que nos habrían puesto en ridículo, a mí y a todos los etarras urbanícolas, si hubiéramos tratado de competir con ellos bailando la jota o el aurresku”[xxviii]. Los Grupos de Acción Carlista fueron un sector mayoritariamente juvenil que influido por las luchas anticoloniales de los nacionalismos tercermundistas, respondió a la represión franquista con la lucha armada, llegando a realizar acciones como volar la terminal del oleoducto de Rota-Zaragoza.

Desde 1966 los sectores obreros carlistas estuvieron vinculados al movimiento de las Comisiones Obreras, aunque en 1970 algunos crearon una nueva organización sindical: Federación Obrera Socialista. En los tres Congresos del Pueblo Carlista celebrados entre 1970 y 1972, se fijará la renovación ideológica: el Partido Carlista (PC) se define como un partido de clase, de masas, democrático, socialista y monárquico federal. Un sector de extrema izquierda del partido creará su propia organización: las Fuerzas Activas Revolucionarias Carlistas, solicitará al PC que deje de definirse como monárquico, y definirá su fin político como la construcción de la Federación de Repúblicas Socialistas Ibéricas. En 1974 quedará finalmente perfilado el proyecto de Socialismo de Autogestión Global del PC. La idea de sustituir al capitalismo como sistema de organización social y económico tenía una tradición carlista, encontrándose la principal novedad en la rotunda utilización de los términos socialismo y autogestión, y la utilización de este último término era necesaria para que no quedase ninguna duda sobre el proyecto, remarcando el carácter antiestatista y anticentralizador del Carlismo. Con el fin de estar presente en diferentes ámbitos sociales el PC desplegó una política de frentes de lucha, con los frentes obrero (“que alcanzó unos niveles de implantación notables”), estudiantil, de pueblos y barrios, profesional y campesino. Durante estos años el Partido Carlista y el Partido Comunista de España serán las fuerzas políticas “numéricamente más importantes”[xxix] de la oposición antifranquista y de hecho eran considerados como los dos únicos partidos compactos, articulados y disciplinados[xxx]. La evolución ideológica del Carlismo, sorprendente para algunos, ha sido considerada muy lógica por el profesor Tuñón de Lara.

- “¿Es históricamente explicable la evolución seguida por el Partido Carlista?

- Es un fenómeno de gran interés, aunque sin duda alguna es explicable. No podemos olvidar que el carlismo ha tenido siempre un enorme arraigo popular, ni tampoco que el proceso de industrialización en las zonas donde está extendido es notable. En Navarra, en concreto, se ha pasado de una mayoría agraria a una mayoría industrial en poco tiempo. La evolución seguida me parece muy lógica.”[xxxi] 

El Partido Carlista no se limitará a una defensa teórica del derecho de autodeterminación de los pueblos como un fin lejano a conseguir dentro del juego político de un estado democrático, sino que lo planteará como un fin inmediato, garantía de un  proceso democrático auténtico, vinculando su ejercicio a un proceso de construcción del socialismo. El PC proponía la realización de una revolución que supusiera la creación de nuevas estructuras y la desaparición política de la clase dominante, y en caso de imposibilidad de una revolución global, en el supuesto de una democracia formal, postular el reconocimiento de la soberanía de los pueblos como vía para construir el socialismo. Esto presuponía algo más que una simple ruptura democrática, alternativa que fracasó en la Transición política, debido en parte a aquellos grupos políticos que teóricamente la apoyaban pero que en la practica optaron por una desmovilización política de masas que se llamó ruptura pactada. Se estaba proponiendo como una vía al socialismo el fin del bloque oligárquico del estado español a través de la desintegración de la estructura política en la que basa su dominio: el estado unitario. Esta concreta defensa del principio de autodeterminación y la incompatibilidad carlista con la Monarquía impuesta por el franquismo (la cual era un elemento clave en el diseño que desde el propio régimen franquista se había hecho de la Transición y de la democracia postfranquista) son algunas de las causas de la marginación del PC en la Transición. La marginación se concretó principalmente en: exclusión del PC en la comisión negociadora con el gobierno, represión política, incluida la agresión fascista de Montejurra en 1976 que contrasta con la tolerancia a otros grupos que incluso pueden celebrar Congresos y actos de presentación en idéntica situación de ilegalidad; no legalización del PC hasta ya celebradas las primeras elecciones parlamentarias, campaña de silencio en los medios de comunicación[xxxii]. Tras el resultado electoral de 1979, el PC, que en los años anteriores había sufrido diversas escisiones tanto por la izquierda como por la derecha, entro en una fuerte crisis, diseminándose su antigua militancia y pasando a una situación extraparlamentaria y de poca actividad externa (aunque en 1986 participó en la fundación de Izquierda Unida). Solamente en los últimos años se ve un tímido relanzamiento del PC, que en el 2003 obtuvo representación en diversos ayuntamientos navarros y sigue celebrando el acto anual de Montejurra. Y aún existe un cierto carlismo cultural en las sociedades vasca y catalana, pues como reconocía un destacado intelectual de la izquierda abertzale en Gara: ”Ahora votan a siglas extrañas, aunque ninguna les reconoce su pasado, pero el país carlista sigue ahí. Se expresa de vez en cuando, en el no a la OTAN; en los datos de escolarización en euskera; en los nombres vascos de sus nietos; en el apego a la tierra; en mil datos que no se explican con los resultados electorales...”. Se podría decir que el legado de los carlistas, es el de una rebeldía por el derecho a seguir siendo ellos mismos, que ha contado con el desprecio de las elites, y que ha servido de herramienta para afirmar una identidad o un ideario renovador o revolucionario.



[i] GARMENDIA, Vicente. La Segunda Guerra Carlista (1872-1876), Siglo XXI de España, 1976, pág. 49.
[ii] MIRALLES CLIMENT, Josep, El carlismo frente al estado español: rebelión, cultura y lucha política, Biblioteca Popular Carlista, 2004, pág. 45.
[iii] LÓPEZ ANTÓN, José Javier, Escritores carlistas en la cultura vasca, Pamiela, 1999, pág. 276.
[iv] LÓPEZ ANTÓN, Escritores carlistas..., ob. cit., pág. 137.
[v] HOBSBAWM, Eric J., Rebeldes primitivos. Estudios sobre las formas arcaicas de los movimientos sociales en los siglos XIX y XX. Ariel, 1974, págs. 11-12.
[vi] HOBSBAWM, Rebeldes primitivos..., ob. cit., págs. 317-318.
[vii] JOVER ZAMORA, José María, “La época de la restauración. Panorama político-social, 1875-1902”, en TUÑÖN DE LARA; M.,(Dir.) Revolución burguesa, oligarquía y constitucionalismo (1834-1923), Labor, 1992,  pág. 310.
[viii] SECO SERRANO, Carlos, Tríptico Carlista, Ariel, 1973, págs. 56-57.
[ix] ESPARZA ZABALEGI, Jose Mari, ¡Abajo las quintas! La oposición histórica de Navarra al Ejercito español, Txalaparta, Tafalla, 1994, pág. 182.
[x] ALBERCA, Manuel, Valle-Inclán: la fiebre del estilo, Espasa-Calpe, 2002, pág. 130.
[xi] ESPARZA ZABALEGI, ¡Abajo las quintas!..., ob. cit., pág. 191.
[xii] ESPARZA ZABALEGI, ¡Abajo las quintas!..., ob. cit., pág. 185.
[xiii] SECO SERRANO, Tríptico Carlista, Ariel, 1973, págs. 9-10.
[xiv] ESPARZA ZABALEGI, ¡Abajo las quintas!..., ob. cit., pág. 240.
[xv] MARTÍ, Casimiro, “Afianzamiento y despliegue del sistema liberal”, en TUÑÖN DE LARA; M.,(Dir.) Revolución burguesa, oligarquía y constitucionalismo (1834-1923), Labor, 1992, pág. 177.
[xvi] GARMENDIA, Vicente. La Segunda Guerra..., ob. cit., pág. 53.
[xvii] TOLEDANO GONZÁLEZ, Ferran, Carlins i catalanisme. La defensa dels furs catalans i de la religió a la darrera carlinada, 1868-1875, Farell, 2002, pág. 32.
[xviii] TOLEDANO GONZÁLEZ, Carlins i catalanisme..., ob. cit., pág. 10.
[xix] TOLEDANO GONZÁLEZ, , Carlins i catalanisme..., ob. cit., pág. 158.
[xx] JOVER ZAMORA, La época de la restauración..., ob. cit., pág. 310.
[xxi] ESPARZA ZABALEGI, ¡Abajo las quintas!..., ob. cit., pág. 279.
[xxii] LÓPEZ ANTÓN, Escritores carlistas..., ob. cit., pág. 131.
[xxiii] Vizconde de la Esperanza, El, La Bandera Carlista en 1871, Imprenta de El Pensamiento Español, Madrid, 1871, pág. 293.
[xxiv] ALBERCA, Manuel, Valle-Inclán..., ob. cit.,, pág. 130.
[xxv] BARREIRO FERNÁNDEZ, José Ramón, El carlismo gallego, Pico Sacro, Santiago de Compostela, 1976, pág. 316.
[xxvi] ESPARZA ZABALEGI, ¡Abajo las quintas!..., ob. cit., pág. 284.
[xxvii] JUARISTI, Jon, Un cadáver en el jardín, El Correo Español-El Pueblo Vasco, 26 de febrero de 1989 .
[xxviii] JUARISTI, El Bucle Melancólico. Historias de Nacionalistas Vascos. Espasa, Madrid, 1999, pág. 328.
[xxix] JAUREGUI, F. y VEGA, B., Crónica del antifranquismo, Argos-Vergara, Barcelona, 1983-85, 3 vols., pág. 258.
[xxx] Según unas declaraciones de José María de Areilza, Actualidad Económica, 735, 15 de abril de 1972. pág. 68.
[xxxi] Entrevista en La Vanguardia, Barcelona, 18 de mayo de 1976.

[xxxii] Esta prohibición de informar sobre el PC la reconoce explícitamente Lalo Azcona en Reporter, 29, 7 de diciembre de 1977.

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