Unas reflexiones en torno a la reforma del Estatuto de Autonomía del Principado de Asturias
El 31 de octubre de 2006 el Departamento de Sociología, Estadística e Informática del Arzobispado de Oviedo publico un lúcido trabajo de MATERIALES DE REFLEXIÓN EN TORNO A LA REFORMA DEL “ESTATUTO DE AUTONOMIA DEL PRINCIPADO DE ASTURIAS”, cuyos autores son José Ramón Álvarez Álvarez y José Manuel Parrilla Fernández. A continuación reproducimos una parte de dicho trabajo (que podemos encontrar íntegramente en http://mas.lne.es/documentos/archivos/2-11-06-estatuto.pdf ).
En Asturias y también en todo el Estado español sería necesario realizar con sosiego un debate previo a la reforma concreta del Estatuto. Tendría que ver con el tipo de Estado que nos conviene más a los asturianos, cuestión inicialmente más importante y de más hondo calado que la identidad regional, la ampliación de niveles competenciales o la misma financiación autonómica. ¿Por qué tenemos que dar por supuesto que el actual modelo es el mejor y no admite cambios?. ¿Por qué se elude sistemáticamente la posibilidad de un Estado federal o confederal?
Un asunto tan relevante como el Estatuto de Autonomía requiere un amplio consenso político. Así lo prevé el mecanismo de reforma estatutaria. No obstante, habría que ir incluso más allá. El consenso final debiera ser precedido de un intenso debate en el participasen las fuerzas políticas y sociales y las institucionales. Ninguna parte de la sociedad asturiana debiera ser excluida. La política es demasiado importante para dejarla en las solas manos de la clase política que suele estar muy condicionada por los intereses partidistas.
El tema lingüístico, continuamente aparcado por los partidos mayoritarios y dejado al socaire de presuntos intelectuales venidos de Dios sabe dónde, debiera ser resuelto, satisfactoria y definitivamente, en el nuevo Estatuto. Está en juego un elemento fundamental de nuestra identidad cultural. El argumento que se aduce de falta de apoyo social para la normalización lingüística se cae por su propio peso al ser utilizado por quienes tienen o han tenido la responsabilidad de su conservación y difusión. En último término, cuenta con bastante más apoyo social que otras iniciativas puestas en marcha recientemente en la región (v.g.: TV autonómica).
El debate acerca de los conceptos “nación”, “estado”, “realidad nacional”, “comunidad histórica”,... debe ser desdramatizado, pues estado y nación son realidades distintas: existen naciones divididas, formando parte de varios estados, existen naciones sin estado y existen estados plurinacionales, es decir, compuestos de varias naciones. El estado es una institución política creada en un momento dado y en razón de unas circunstancias históricas determinadas. En cambio, la nación existe de hecho, a partir de un pasado común y unos rasgos socio-culturales (lenguaje, costumbres, religión, etnia,...) que crean una fuerte solidaridad entre sus miembros; por ello la nación asume una función unificadora, creadora de cohesión entre los individuos del grupo nacional, sobre la base de una común referencia afectiva.
La Doctrina Social de la Iglesia (DSI) “reconoce la importancia de la soberanía nacional, concebida ante todo como expresión de la libertad que debe regular las relaciones entre los estados. La soberanía representa la subjetividad de una nación en su perfil político, económico, social y cultural. La dimensión cultural adquiere un valor decisivo como punto de apoyo para resistir los actos de agresión o las formas de dominio que condicionan la libertad de un país: la cultura constituye la garantía para conservar la identidad de un pueblo, expresa y promueve su soberanía espiritual”[7].
En este sentido, la idea de nación aparece como presupuesto para la reivindicación de la autonomía política: las naciones que tienen conciencia de la propia individualidad histórica desean verla reconocida. Y esa conciencia de ser nación constituye el grupo nacional como un pueblo que, siendo colectivamente consciente de su identidad, puede reclamar su derecho a ejercer la soberanía y, por tanto, la autodeterminación.
La DSI afirma que el ejercicio de la soberanía nacional se basa en los derechos de las naciones, que son “derechos humanos considerados a este específico nivel de la vida comunitaria”. Así, “el derecho internacional se basa sobre el principio del igual respeto, por parte de los estados, del derecho de autodeterminación de cada pueblo y de su libre cooperación en vista del bien común superior de la humanidad”[8].
“Las identidades nacionales operan como una fuente válida de identidad personal y es moralmente defendible que deseen proteger su identidad contra las fuerzas que puedan amenazarla”; por ello mismo, “las naciones proporcionan un foco para la autodeterminación”, en el sentido de que la “la nación debería desarrollar estructuras estatales que permitan a los ciudadanos decidir por sí mismos cuestiones de importancia general”[9].
Afirmado ese “principio de nacionalidad”, es preciso tomar cuenta de que actualmente las identidades nacionales sólo pueden ser una influencia benigna si son vividas desde la tolerante aceptación de las múltiples identidades que los individuos pueden asumir y de la realidad multicultural y multiétnica en la que estamos llamados a convivir. Esto significa que la apertura hacia los demás pueblos y personas no se hace a base de negar la propia referencia de identidad, sino haciéndola convivir con otras afiliaciones múltiples: mi nacionalidad no me impide ser ciudadano de otras comunidades más amplias[10].
Ello exige superar la idea de nación como “comunidad étnica”, que a veces asume rasgos xenófobos, es decir, basada no sólo en los rasgos culturales comunes, sino también en la aceptación de los derechos y deberes ciudadanos asumidos colectivamente en el presente. En tal sentido, la DSI señala que “la soberanía nacional no es un absoluto” y que “las naciones pueden renunciar libremente al ejercicio de de algunos de sus derechos, en orden a lograr un objetivo común, con la conciencia de formar una “familia”, donde deben reinar la confianza recíproca, el apoyo y respeto mutuos”[11].
Por tanto, no se trata de negar el principio de nacionalidad, sino de hacerlo compatible con la edificación de identidades nacionales capaces de integrar el pluralismo y la mutabilidad de la cultura contemporánea. Ello supone reestructurar las formas de identidad nacional de manera que, subrayando lo distintivo de la nación y sus aspiraciones, lo haga en un entorno tolerante de otras identidades paralelas”.
(...) En ningún caso el ordenamiento jurídico-político actual debe ser considerado inmutable ni el bien común está necesariamente más garantizado a priori por unos u otros tipos de estructuraciones territoriales de los estados. Por ello, ni la unidad de España se debe sacralizar o confundir con el bien moral, ni es aceptable tampoco absolutizar las pretensiones de cualquier otra nación (sea ésta Cataluña, Euskadi, Croacia –cuya secesión de Yugoslavia fue alentada por la Santa Sede-, Asturias,...) desentendiéndose del principio de solidaridad.
En la política asturiana no está en litigio ninguna suerte de separatismo ni las fuerzas de signo nacionalista platean ninguna pretensión de desvincular Asturias del Estado español. El problemas asturiano es hoy el inverso: se trata de sentirse y afirmarse en lo que es, un pueblo con identidad propia, y en consecuencia pasar de las actitudes superficiales de una “asturianía de escaparate” (algunos hablan de “covadonguismo”) a una toma de conciencia profunda de que la forma más eficaz de afrontar la globalización no es la negación de la propia especificad ni la aceptación pasiva de modelos uniformizadores, presentados como exigencia de modernidad. Se ha dicho que “Asturias ye el país que nun quier ser”. La autoestima como pueblo no está reñida con la solidaridad, más bien es condición para ella; y Asturias, comunidad solidaria con los otros pueblos de España y de la Unión Europea, necesita y reclama también la solidaridad de los demás pueblos españoles y europeos; pero ello no debe hacerse a costa de renunciar a su identidad especifica o reducirla a expresiones grandilocuentes pero desprovistas de verdadero contenido político (comenzando por la denominación “Principado de Asturias” y siguiendo por los premios que llevan tal nombre).
Un nuevo Estatuto de Autonomía para Asturias no tendría sentido como un ejercicio mimético o una consecuencia inevitable de la nueva carrera de reformas emprendida en el Estado de las autonomías, aunque ello haga ineludible afrontar la nueva situación inducida por reformas de otras CCAA. La reforma tendrá pleno sentido y razón de ser si entre todos la convertimos en una ocasión para que toda la ciudadanía asturiana tome conciencia de la necesidad de revitalizar nuestra identidad, poner en valor nuestras instituciones, evaluar el camino recorrido por nuestra autonomía y establecer nuevas estructuras de articulación de esa comunidad con el resto del Estado.
A las instituciones autonómicas corresponde la máxima responsabilidad en procurar esta implicación colectiva en la renovación del Estatuto; pero las fuerzas políticas y todas las organizaciones y asociaciones que componen el tejido social asturiano están llamadas a contribuir con generosidad a este esfuerzo común, para que la reforma estatutaria sea ocasión de verdadero avance en el autogobierno y en la afirmación de Asturias.
También la Iglesia asturiana, llegada la hora de afrontar la reforma del Estatuto de Autonomía, está llamada a conjugar su proyección universal con un profundo sentido de la encarnación en la realidad asturiana; por ello, en todos sus estamentos, debe prestar atención a los actuales signos de los tiempos y contribuir al bien común en este momento relevante de la historia de Asturias, como lo ha hecho en otras ocasiones de su dilatada tradición social.
[10] Para un catalán, por ejemplo, la fórmula podría ser: “mi nacionalidad es catalana y mi ciudadanía es española y europea”.