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PARTÍU CARLISTA: pola defensa de la nuesa tierra

"LA DEMOCRACIA, MÁS ALLÁ DE LOS ÍDOLOS". Cuadernos "Cristianisme i Justicia" nº 125.

"LA DEMOCRACIA, MÁS ALLÁ DE LOS ÍDOLOS". Cuadernos "Cristianisme i Justicia" nº 125.

 El siguiente texto corresponde con el cuaderno nº 125 de la colección "Cristianisme i justicia" de la Fundación Lluís Espinal. El autor, Josep Vives, es miembro de Cristianisme i Justícia. Profesor emérito de la Facultad de Teología de Catalunya. Profesor del Institut de Teologia Fonamental.

1. EL BRILLO CEGADOR DE LA ILUSTRACIÓN

 

Se suele decir que vivimos en una sociedad secularizada, es decir, en una sociedad en la que las pautas generales de comportamiento ya no vienen determinadas por las convicciones religiosas de sus miembros.

 

 

1.1. La sociedad secularizada

 

Parecería que se ha conseguido aquella “mayoría de edad” con la que soñaban los paladines de la Ilustración, en la cual los hombres ya no se rigen por oscuros temores ancestrales o por la imposición autoritativa de la tradición, sino sólo por la luz de la razón. Si no es que, como han venido señalando algunos, hemos pasado rápida e imperceptiblemente a una “edad senil” en la que ya no sabemos cómo hacer buen uso de la razón.

Desde luego, hay en nuestra sociedad, todavía, muchas personas que conservan profundas convicciones religiosas, las cuales les sirven de guía y de sostén en sus comportamientos, no sólo individuales sino también sociales. Estas personas pueden, incluso, en determinadas situaciones, ejercer notable influjo en el ambiente social en que viven. Pero aun así, el observador objetivo tendrá que reconocer que, al contrario de lo que pudo suceder en otras épocas, los móviles que inspiran los comportamientos colectivos –por ejemplo en legislación, economía, consumo, cultura...– no están ya mayormente determinados por un sistema de creencias religiosas.

 

1.2. La privatización de la religión

 

La Ilustración comportaba una tendencia irremediable hacia la privatización de la religión. Se postulaba que la sociedad tenía que organizarse según principios racionales patentes a todo el mundo, no según revelaciones o tradiciones religiosas que no podían gozar de aquella evidencia y universalidad conferida por el tribunal de la razón. A lo más, se podía admitir aquella “religión dentro de los límites de la razón” con la que Kant y sus coetáneos parecían sentirse tan a gusto. Lo que pudiera uno creer fuera de esta religión natural y racional era algo “irracional”, objeto, a lo más, de experiencia particular y de una opción privada, que tal vez pudiera ser respetable, pero que no podía imponerse como principio de la organización de la sociedad general. Se llegó como a un consenso tácito de que la “cosa pública” tenía que regirse por principios universales de razón, de suyo independientes de las opciones religiosas privadas de cada uno. Esta actitud se fue afianzando a partir, sobre todo, del cuarteamiento de la unidad religiosa en la reforma y del cansancio producido por las guerras de religión1.

Cuando empezó a organizarse el socialismo radical, que se expresaba en programas como el famoso Programa de Gotha (1875), o el Programa de Erfurt (1891), solía incluirse que la religión era una cuestión privada, aunque esto se interpretara luego con distintos acentos e intenciones2. Hoy en día, en el caleidoscópico panorama de plurales cosmovisiones, ideologías y culturas característico de nuestra época, se da generalmente por algo incuestionable que las opciones religiosas pertenecen al ámbito privado y que no tienen por qué hacerse patentes, y mucho menos imponerse, en la vida pública.

 

1.3. La crisis de la razón

 

La Modernidad se distingue por una confianza ilimitada en el poder de la razón, que libera al hombre de los prejuicios, miedos y supersticiones, y le abre el camino para resolver los problemas con que se encuentra en la vida. El sueño ilustrado se expresa con una ingenuidad que sobrecoge en las siguientes palabras de Condorcet (1734-1794): “Llegará el momento en que el sol no iluminará más que a hombres libres, los cuales no reconocerán más Señora y maestra que a la Razón, y en que los tiranos y los esclavos no existirán más que en las historias y en los teatros”. De manera semejante Kant, en sus Prolegómenos a una Metafísica de las costumbres, proclamaba que “la persona humana no está sometida a otras leyes que las que ella se ha dado a sí misma”.

Desde nuestra perspectiva de inicios del siglo XXI, ¿qué queda de esta confianza ilimitada en el poder de la razón? No hay que precipitarse en declarar, como tienden a  hacer ciertos movimientos actuales, que  la confianza en la razón ha mostrado ser un ensueño ingenuo desmentido por la realidad. Hay que reconocer que la razón se ha mostrado sumamente eficaz para lograr una interpretación coherente de los fenómenos que se nos ofrecen: ahí está el inmenso progreso de los conocimientos científicos en todas sus ramas y modalidades. La razón se ha mostrado también sumamente eficaz para poner los diversos elementos de la naturaleza al servicio de los intereses de los hombres, organizando en formas sumamente complejas la manipulación y la distribución de los diversos recursos naturales. Bajo estos aspectos el hombre actual tiene una confianza tan ilimitada en la razón como pudiera tenerla el más ingenuo de los ilustrados dieciochescos.

Sin embargo, desde la Ilustración hasta hoy, los hechos nos han obligado a aprender que la pretendida supremacía absoluta de la razón es problemática.

En primer lugar hemos tenido que aprender que el mismo concepto de “razón” es un concepto elusivo y proteico. No parece darse de hecho aquella razón universal, que en principio debiera iluminar por igual a todos los hombres llevándoles a una unanimidad de percepciones y de valoraciones. Hemos aprendido que la razón humana es siempre una razón situada y condicionada, y que la razón no funciona simplemente igual en una situación que en otra. Hemos aprendido que apenas puede haber una razón no sujeta a intereses –conscientes o, lo que es peor, inconscientes– de alguna manera pre-racionales, si no simplemente irracionales. Hemos aprendido que la razón tiene múltiples funciones, y que a veces, en estas diversas funciones, parece actuar de manera contradictoria.

Y hemos descubierto que hay muchos tipos de razón, cada uno con su propia lógica: existe una racionalidad científica, que sistematiza experiencias desde determinados puntos de vista o “intereses”; existe la razón técnica o instrumental, que ordena medios a fines; existe la racionalidad económica, hoy dominante, que busca la máxima expansión en la producción, en las ganancias y en el consumo; existe, en fin, la racionalidad que podríamos llamar simplemente humana, que busca la mejor realización del ser humano como tal, individual y socialmente, en libertad y felicidad.

 

1.4. La razón y la construcción de la sociedad

 

Por lo que se refiere a la construcción y organización de la sociedad, todos los movimientos sociales progresistas y renovadores que se han sucedido a partir de la Ilustración pretendían establecer una nueva organización social apelando a las exigencias de la razón.

Desde el acoso al absolutismo por la Revolución Francesa y por las demás revoluciones decimonónicas, pasando por los diversos socialismos (Proudhon, Saint Simon, Marx-­Engels, Lenin...) y por las propuestas economicistas de diversa índole liberal o capitalista, hasta las formas totalitarias de signo fascista, nos hallamos siempre ante propuestas de organizar de una manera pretendidamente más racional la sociedad a fin de conseguir más felicidad para los humanos. Sin embargo, se ha mostrado con evidencia que la razón aplicada a la organización social no ha logrado ni el mismo grado de consenso ni los mismos resultados incontrovertidos que parecía lograr la razón aplicada a la ciencia o a la técnica.

Todos los programas sociales prometían más libertad, más respeto a la dignidad humana y más felicidad; y finalmente todos acababan esclavizando más a los hombres.

 

2. EL TRASFONDO RELIGIOSO EN LA CRÍTICA DE LA SOCIEDAD DE LA ESCUELA DE FRANKFURT

 

Después de la Primera Guerra Mundial, los sociólogos de la llamada Escuela de Frankfurt mantuvieron que era urgente reconsiderar el uso y valor de la razón como guía de la acción humana. La razón meramente instrumental o técnica, decían, sólo valora los medios sin ser capaz de valorar los fines. La extraordinaria expansión de la dimensión cognitivo-instrumental de la razón es el factor decisivo para que se supedite el mundo de la vida –donde acontece el encuentro interpersonal y donde se fraguan los valores y el sentido– a la lógica de muerte de los sistemas de intereses irracionales3.

 

 

2.1. Crítica de la sociedad y dialéctica negativa

 

Esta desvinculación del sistema (económico y de la administración pública) con respecto al mundo de la vida es la causante de la pérdida de libertad y de sentido en  las sociedades modernas, ya sean las de signo totalitario fascista, o las autodenominadas dictaduras del proletariado, o las diversas formas despersonalizantes del liberalismo capitalista... Herbert Marcuse lo expuso con claridad afirmando que el uso unidireccional de la razón, lejos de facilitar la liberación del hombre, tiende a reforzar poderes totalitarios a través de las estructuras de producción, distribución y consumo.

En virtud de la manera en que se ha organizado su base tecnológica, la sociedad industrial contemporánea tiende a ser totalitaria. Porque no sólo es ‘totalitaria’ una coordinación política terrorista de la sociedad, sino también una coordinación técnico-económica no terrorista que opera a través de la manipulación de las necesidades por intereses creados, impidiendo, por tanto, el sur­gi­mien­to de una oposición efec­tiva contra el todo.”4

Uno de los aspectos más perturbadores de la sociedad avanzada es “el carácter racional de su irracionalidad: su productividad y eficiencia, su capacidad de incrementar y difundir comodidades, de convertir lo superfluo en necesidad y la destrucción en construcción...”5. La Ilustración pretendía que, mediante el uso de la razón, el hombre se liberaría del temor a la naturaleza y de la sujeción a la tradición arbitraria. Pero el uso de la razón ha llevado a una organización de la sociedad que desemboca en el sometimiento del hombre a la esclavitud de su propia organización. Sobreviene la impotencia frente a las fuerzas económicas y la debilitación del espíritu, corrompido y estupidizado por el alud de informaciones y de ofertas indigeribles.

En los campos de la ciencia, la familia, la educación, la política, el trabajo cotidiano, se puede detectar un denominador común: la decreciente libertad del individuo6. La Ilustración ha llevado de hecho a la Nichtigkeit des Individuums, la anulación del individuo. Por esto los sociólogos de Frankfurt abogan por una “Dialéctica negativa”, que ponga en evidencia la desarmonía existente en la sociedad aparentemente racionalizada. Esta dialéctica se concibe como un instrumento de resistencia y de lucha para relativizar las pretensiones de absoluto de las ideologías dominantes y para salvar las verdades relativas de entre los escombros de valores falsamente absolutizados.

 

2.2. La dialéctica negativa y el anhelo de positividad

 

Ahora bien, la dialéctica negativa, que descubre las contradicciones de la supuesta sociedad racional, ha de fundarse en alguna positividad. Lo deficiente se percibe como tal por referencia a un modelo, al menos ideal, de lo perfecto. Aunque los sociólogos de Frankfurt, escaldados por el poder esclavizante y destructor de los modelos paradisíacos nazis o estalinistas, dicen no propugnar ningún modelo ideal de sociedad, en realidad se mueven por una confianza en el hombre y en la posibilidad de que éste se organice con sentido y en libertad. Así lo declara M. Horkheimer: “El método de la negación, la denuncia de todo aquello que mutila la humanidad y es obstáculo para su libre desarrollo, se funda en la confianza en el hombre”7.  De esta confianza prerracional (es decir no demostrable) en el hombre es de donde nace la tensión dialéctica entre lo bueno anhelado y lo malo constatado. Es aquí donde se halla para Horkheimer el motor del pensamiento crítico y de la praxis revolucionaria en la sociedad. Por eso en el pensamiento de Horkheimer tiene tanta importancia la categoría de “anhelo” (Sehnsucht)8.

La categoría de “anhelo” nos saca del campo de lo meramente racional para trasladarnos a un ámbito que bien podríamos llamar “teológico”. El objeto del anhelo no es propiamente tema de conocimiento, sino de fe: lo que ha de ser, lo que debiera ser no es propiamente conocido o experimentado: es “creído”; y es desde esta condición de “creído” o postulado como ejerce un influjo real en el desarrollo de la experiencia concreta. En esto los filósofos de Frankfurt permanecen fieles a la ascendencia judía de casi todos ellos. La Crítica de la Razón instrumental postula en el fondo que la razón ha de quedar abierta al “Misterio” que la trasciende y que en el lenguaje de Horkheimer se expresará como “anhelo de lo Totalmente Otro”. La crítica de la razón debiera concebirse, entonces, no como un simple destronamiento de la razón, sino como el intento de llevar la razón hasta sus propio límites, ante el umbral de la fe, en un ejercicio por el que se ha de purificar la razón de su pretensión de absolutez y, a la vez, la fe de su tentación de entrometerse en el campo propio de la razón.

 

2.3. El anhelo de lo totalmente Otra

 

Es en este umbral entre la razón y la fe donde los sociólogos de Frankfurt sitúan el campo de acción de su teoría crítica de la sociedad. Se trata de no dejar que el sujeto moral quede engullido por una ideología eficaz (totalitarismos), o por la técnica eficaz (economicismo). Frente a las nuevas idolatrías del consumo o de los nacionalismos exacerbados, se trata de recuperar lo que representaba la idea judeo-cristiana de ‘pueblo de Dios’, que implicaba la justicia para todos los hombres y todos los pueblos por voluntad divina9. La exigencia de justicia verdaderamente universal e incondicional lleva a Horkheimer a formular un “anhelo” de lo totalmente Otro:

“Es inútil pretender salvar un sentido incondicional sin Dios. Por muy independiente, indiferenciada y en sí necesaria que sea una determinada expresión en cualquier esfera cultural, arte o religión, la renuncia a la fe teísta lleva a la vez a renunciar a la pretensión de ser objetivamente algo más elevado que cualquier quehacer práctico... La muerte de Dios es también la muerte de la verdad eterna.”10

Su discípulo Habermas se creyó obligado a precisar y matizar estas palabras del maestro11, quien, a su juicio, se hallaría todavía enredado en el lenguaje metafísico de la fundamentación en un absoluto. Sin embargo, el mismo Habermas tendría que afirmar la necesaria permanencia de la religión, que es insustituible para determinadas funciones. La filosofía, según Habermas, se ha de mantener en un “ateísmo metódico”; pero la religión retiene su consistencia propia:

“Mientras en el medio que representa el habla argumentativa [la razón comunicativa] no encuentre mejores palabras para decir aquello que la religión sabe decir, ten­drá que coexistir abstinentemente (enthaltsam), con ella, sin apoyarla ni combatirla.”12

Resumiendo las posturas de los críticos de Frankfurt, J.M. Mardones concluye:

“En una situación histórica que se caracteriza por el dominio creciente de la razón instrumental, es decir, por una pérdida de sentido crítico frente a los fines sociales... la religión aparece a los ojos de Horkheimer y Adorno como lugar donde se puede mantener, con la idea de Dios, una resistencia frente a la creciente invasión positivista... recordando la condición no última, sino contingente, de las estructuras actuales, así como el carácter ideológico de la justificación científico-técnica.”13

 

2.4. Anhelo y reserva crítica

 

Nos encontramos aquí con una peculiar postura de los sociólogos de Frankfurt por lo que se refiere a la religión. Muy conscientes de los límites del conocimiento según la epistemología crítica moderna, mantienen que no pueden decir nada directamente sobre Dios. Pero creen poder decir que la hipótesis Dios es útil y aun imprescindible para establecer lo que toca a la verdad y el sentido en una sociedad humana racional y justa. Procuran huir de toda consideración ontológica para centrarse en la crítica histórica de la sociedad, con un tratamiento de la religión que parece permanecer sólo en el orden de lo funcional y lo simbólico14. Horkheimer, preguntado en una entrevista si se consideraba ateo, respondió:

“No me considero ateo, pues esto significaría que yo hago una afirmación sobre el Absoluto que no soy capaz de justificar. Pertenece a mi filosofía la convicción de que sobre el Absoluto, no-relativo, no puede afirmarse nada. Por eso no soy capaz de afirmar tampoco que sea ateo.”15

Podríamos decir que Horkheimer se mantiene siempre en posición dialéctica: por una parte, según los postulados de la teoría crítica, la religión aparece bajo la forma de una falsa conciencia; pero, por otra, reconoce que la religión fundamenta la esperanza de una justicia plena, que parece ser como un imperativo necesario de una vida con sentido. De alguna manera prolonga el planteamiento de Kant, para quien la afirmación de Dios, que escapa a la razón teórica, es un postulado de la razón práctica necesario para dar plenitud de sentido a la vida.

 

2.5. ¿Puede la sociedad mantenerse sólo con una ética positivista?

 

Nos hallamos ante la cuestión, a menudo debatida, de la posibilidad de fundar una ética al margen de toda afirmación religiosa. Es evidente que hay muchas personas que pueden mantener una moral, a veces muy noble y exigente, sin necesidad de motivarla religiosamente. (Como también muchas personas que se presentan como muy religiosas se comportan con una moral muy deficiente). En este punto los actuales teóricos de la ética, acatando el pensamiento crítico que bloquea todo intento de fundamentación trascendente de la moral, se ven abocados a contentarse con variadas formas de contractualismo o consensualismo, ética de interés, “utilitarismo lúcido”, hedonismo, etc., argumentando que con estos principios se puede lograr una suficiente cohesión en la sociedad. Pero los filósofos de Frankfurt se mostraban muy radicales frente a esas formas de positivismo ético. Ellos habían pasado por las terribles experiencias del nacionalsocialismo, y habían sentido la vergüenza de ver como la utopía marxista degeneraba en el Gulag estalinista. Ellos habían vivido en carne propia a qué extremos puede llegar la perversidad humana y su capacidad destructora, so capa de supuestos ideales racionales. Por esto la actitud ético-política de los frankfurtianos es absolutamente radical: defienden la libertad y la justicia como valores verdaderamente incondicionados y, por tanto, no quieren saber nada de una libertad o justicia de hecho condicionadas al consenso, al interés, a la utilidad o a cualquier otro de los supuestos fundamentos de las éticas positivistas. J. Habermas lo expresó así, refiriéndose a la postura de su maestro:

“El viejo Horkheimer, por lo que podemos leer de él, no retornó a la fe religiosa, pero la religión aparece como la única instancia que, si pudiera obtener reconocimiento, permitiría distinguir lo verdadero de lo falso, lo moral de lo inmoral; sólo ella podría prestar a la existencia un sentido que trascendiese la pura autoconservación...”16

Podríamos decir que los filósofos de Frankfurt se mueven entre, por una parte, la imposición del pensamiento crítico que considera ilegítima toda afirmación sobre lo trascendente, y por otra, la necesidad imperiosa de garantizar un verdadero absoluto de libertad y de justicia que pueda preservar de las aberraciones de las que habían sido testigos y víctimas.

Por ello desarrollan la concepción del “anhelo” de lo totalmente Otro, que no quiere ser ninguna forma de afirmación sobre ese Otro, pero que, con todo, parece postular su realidad. Horkhemimer respondía así a quien le preguntaba sobre la existencia de Dios:

“No puedo responder sencillamente diciendo: Dios existe y es justo y es bueno, porque tanto las palabras justo y bueno, como el mismo término Dios, no pueden en último término... formularse positivamente, sino sólo negativamente o a través de lo que Dios no es. Con todo, en este negativo se contiene la afirmación de un ‘Otro’ que sólo puede ser designado con este término.”17

 

2.6. No es más “racional” amar que odiar

 

En su famosa entrevista sobre “El anhelo de lo totalmente Otro”, Horkheimer explicó:

“Desde el punto de vista del positivismo, no es posible desarrollar una política moral. Considerado desde la perspectiva meramente científica, el odio no es, a pesar de todas las diferencias sociales funcionales, peor que el amor. No hay ningún razonamiento lógicamente concluyente por el que yo no deba odiar, si ello no me reporta ninguna desventaja social.”

El entrevistador insiste, “¿El positivismo puede, pues, decir, en el sentido de G. Orwell: la guerra es tan buena y tan mala como la paz; la libertad, tan buena y tan mala como la esclavitud y la opresión?” Y contesta Horkheimer:

Absolutamente cierto. Pues, ¿cómo puede argumentarse con exactitud que yo no debo odiar, si ello me divierte? El positivismo no encuentra  ninguna instancia transcendente a los hombres que distinga entre el altruismo y el afán de lucro, entre bondad y crueldad, entre egoísmo y autoentrega... Todos los intentos de fundamentar la moral en la prudencia terrena en lugar en la referencia a un más allá... descansan en ilusiones armonizadoras. Todo lo que tiene que ver con la moral descansa en última instancia en la teología; toda moral, al menos en las naciones occidentales, hunde sus raíces en la teología, aun cuando debamos esforzarnos en concebir esta con suma cautela.”18

La requisitoria contra el positivismo ético no podría ser más enfática: ningún consensualismo, ningún cálculo ilustrado de intereses pueden asegurar que no surja el individuo que dice que prefiere odiar a amar, hacer la guerra a guardar la paz. Horkheimer es cauteloso al hablar de la “teología” sobre la que ha de descansar la moral. Evidentemente, explica, no se trata de la teología como “ciencia de Dios” a la manera clásica.

Teología significa aquí, –dice– la conciencia de que este mundo es un fenómeno, que no es la verdad absoluta, que no es lo último. Teología es –me expreso conscientemente con gran cautela– la esperanza de que la injusticia que atraviesa el mundo no sea lo último, que no tenga la última palabra... expresión de un anhelo de que el verdugo no triunfe sobre la víctima inocente.”19

Vale la pena hacer notar aquí un par de cosas en el pensamiento de Horkheimer. Primero, que una ética incondicional sólo puede defenderse desde la perspectiva de que “este mundo no es lo último” (cosa que implica postular algo más último, transcendente, Otro). El hombre que se considera a sí mismo o su mundo como absoluto, como último, no puede ser moral, ni social, ni político, en el sentido propio de esas palabras. En segundo lugar, sólo desde una pasión que haga de la justicia lo verdaderamente último puede establecerse una moral verdaderamente universal e incondicional. Los críticos de Frankfurt no tienen, evidentemente, ningún interés en hacer apologética de la religión: pero su análisis crítico de la sociedad les lleva a reconocer que sólo una cierta forma de “fe” –que, evidentemente, no es para ellos aceptación de ‘dogmas’ religiosos– ofrece garantías firmes para una sólida moral sociopolítica.

 

2.7. “La función, socialmente necesaria, de la religión”

 

            En otra entrevista dice Horkheimer:

“Yo he propuesto que debe mantenerse viva en el hombre la conciencia de la injusticia, Y esta conciencia de la injusticia procede... en último término de la teología, de la religión, pues allí se dice ‘Amarás al prójimo como a ti mismo’, allí se establece la justicia como una exigencia. Al hombre como tal, in­de­pen­dien­temente de todo esto, le es, en principio, tan originaria la justicia como la injusticia. En la medida en que la justicia juega un papel, éste es mantenido a través de la función, socialmente necesaria, de la religión...”20

Y, un poco más abajo:

“Queda el anhelo; no el anhelo del cielo, pero sí el anhelo de que este mundo horrible no sea lo verdadero, el anhelo de justicia; no el dogma de que existe un Dios que la lleva a cumplimiento. Y pienso que este anhelo, y todo lo cultural que se relaciona con él, es uno de los elementos que habría que conservar a lo largo del progreso para que no nos adaptemos solo a los hechos que configuran la marcha de la historia...”21

Según Horkheimer, pues, la religión, es decir, la fe-esperanza en el Bien total y absoluto, sería necesaria para mantener vivo el sentido de injusticia y de inaceptación de la maldad de este mundo. Y sólo esto nos puede ayudar a organizar la sociedad para vivir de una manera más humana.

 

2.8. La alternativa del amoralismo

 

Esto no son sólo disquisiciones teóricas. Si la afirmación del Absoluto como ya poseído lleva a los totalitarismos, la falta de referencia a todo valor absoluto, aunque sea sólo anhelado, lleva a la desintegración social.

Hoy día existen emisoras para jóvenes (por ejemplo, Fun Radio, en Francia) que emiten el mensaje de que “lo que tú eliges es cuestión exclusivamente tuya: nadie debe juzgar lo que tú haces. Tú decides según tu gusto o placer”. Es la ética de la absolutización del yo individual o grupal, una absolutización que de hecho proclaman no sólo los adeptos al antisistema, sino la gran mayoría de mensajes publicitarios que nos bombardean, así como los comportamientos de toda suerte de personajes idolatrados del público.

Esta moral toma un cariz inquietante cuando, por ejemplo, produce jóvenes que asesinan con saña a indigentes o a inmigrantes de color, porque esto les da placer; o cuando esos jóvenes eliminan físicamente a los de la banda rival para hacer ostentación de su poder.

Le Nouvel Observateur  (6.07.1996, p. 72)  publicaba un reportaje acerca de las respuestas a un examen de bachillerato en que se preguntaba. “¿Puede justificarse todo?” Bastantes alumnos contestaban afirmativamente, y algunos explicaban que hasta el genocidio de Hitler podía justificarse porque “libraba un combate idealista y justo desde su punto de vista” de la grandeza de Alemania, aunque el que respondía así decía que él tenía otro punto de vista. La idea que se repetía era que “nadie puede ponerse en lugar del otro”. Hay aquí unas formas de relativismo –es decir, de absolutización del propio yo– que inevitablemente desembocan en la destrucción de toda convivencia ciudadana22. Seguramente, la más importante aportación del sentido de trascendencia a la construcción de la sociedad es la de excluir radicalmente todo intento de absolutización del propio yo o de cualquier realidad mundana.

 

2.9. Habermas: todavía la función social de la religión

 

Es sabido que J. Habermas expresa a veces una cierta crítica de sus maestros Horkheimer y Adorno, los cuales no habrían logrado desentenderse del todo de supuestos prejuicios metafísicos. Según él, “Todos los intentos de encontrar una fundamentación última en los que sobreviven las intenciones de la filosofía primera (Ursprungs­philoso­phie) han fracasado”23, y la sociedad ha de intentar reconocer sólo a través de la “acción comunicativa” las exigencias de libertad y de justicia con las que ha de regularse la conducta humana. Parece tener la esperanza de que esta “acción comunicativa” podrá ejercer las funciones que otrora ejerciera la religión24. Sin embargo, reconoce el gran poder simbólico de la religión y su necesidad para mover a los individuos.

“En el discurso religioso se mantiene un potencial de significado que resulta imprescindible y que todavía no ha sido explotado por la filosofía y, es más, todavía no ha sido traducido al lenguaje de las razones públicas, esto es, de las razones presuntamente con­vin­centes para todos... Según mi percepción, tampoco los conceptos fundamentales de la ética filosófica desarrollados hasta el momento encierran ni de lejos todas aquellas intuiciones que habían encontrado ya una expresión matizada en el lenguaje bíblico y que por nuestra parte sólo se aprende a través de una socialización religiosa... Estoy pensando en el sentimiento de ‘solidaridad’, en la vinculación del miembro de una comunidad con su compañeros.”25

En los Perfiles filosófico-políticos26 escribe:

“Entre las sociedades modernas, sólo aquellas que consigan introducir en las esferas de lo profano los contenidos esenciales de su tradición religiosa –tradición que apunta siempre por encima de lo simplemente humano– podrán también salvar la sustancia de lo humano.”

En otra de sus obras lo expresa aún más claramente:

“No creo que, como europeos, podamos entender seriamente conceptos como el de moralidad y eticidad, persona e individualidad, libertad y emancipación... sin apropiarnos la sustancia de la idea de historia de salvación de procedencia judeo-cristiana... Sin la mediación socializadora y sin la transformación filosófica de alguna de las grandes religiones universales, puede que algún día ese potencial semántico se nos tornara inaccesible. Se trata de un potencial que se ha de abrir paso de nuevo en cada generación, a fin de que no se desplome este resto de auto­com­prensión, intersubjetivamente com­par­tida, que ha de hacer posible el trato humano de unos con otros. Todos se han de poder reconocer en todo aquel que lleve rostro humano.”27

“Mientras el lenguaje religioso comporte contenidos semánticos inspiradores que resultan irrenunciables, pero que se sustraen  (¿de momento?) a la capacidad de expresión del lenguaje filosófico, y que se resisten todavía a quedar traducidos a discurso fundamentador, la filosofía, aun en su figura postmetafísica, no podrá sustituir ni eliminar la religión.”28

Según estos textos, Habermas no parece reconocer en la religión una función propiamente fundamentadora o legitimadora de la ética social, sino solamente una función socializadora y de transmisión del sentido de lo humano.

Fiel al pensamiento postmetafísico, intenta salvar el sentido de lo incondicional sin recurso a Dios.

La religión no es requerida para fundamentar la moral, pero “otra cosa es dar una respuesta motivadora a la pregunta de por qué hemos de seguir nuestras convicciones morales. En este sentido tal vez se pueda decir [con Horkheimer] que ‘mantener un sentido incondicional sin Dios es cosa vana’.”29

 

2.10. Límites de la Teoría Crítica de la Sociedad de la Escuela de Frankfurt

 

Fieles a la epistemología critica de la Modernidad, quieren proceder por la ‘dialéctica negativa’ de resistencia contra todo lo que amenaza al ser humano. No proclaman tanto un saber cuanto una praxis movida por la esperanza y una solidaridad crítica para hacer frente a la amenaza que pende sobre la humanidad. Lo humano, según ellos, es experimentable dialécticamente, es decir en la experiencia de que el ser del hombre se halla permanentemente amenazado.

Ante esta epoché o abstención de toda afirmación, no sólo sobre Dios, sino también aun sobre lo humano en sí mismo, parece que uno puede responder –aun a riesgo de ser tenido por enredado de nuevo en lo metafísico– que esta dialéctica negativa no parece que pueda sustentarse en sí misma, sino que de hecho actúa en un positivo horizonte de sentido, aun cuando éste no pueda ser tematizado, o lo sea de manera pluralística y siempre inadecuada. ¿Cómo luchar contra lo inhumano sin reconocer de alguna manera lo que es humano?

En realidad no es cierto que la Teoría Crítica se apoye sólo en una praxis de análisis crítico de la sociedad, sino que esta praxis está dirigida por una opción ética absoluta, la opción a favor de la emancipación y la libertad. Y entonces vuelve a presentarse la pregunta: ¿De dónde viene la absolutez de esta opción? ¿Basta decir que viene de un “anhelo” en el fondo injustificable?

 

 

3. LA IDEOLOGÍA DOMINANTE: NEO-PRAGMATISMO

 

La Teoría Crítica de la Sociedad, tal como la propugnaban los sociólogos de Frankfurt, significó un esforzado intento por descubrir los males que aquejan en la Modernidad al cuerpo social. Manteniendo, como hemos visto, una actitud reservada acerca de la posibilidad de afirmar principios  trascendentes, con todo, intuyeron que la sociedad no podía realizarse sólidamente más que en la afirmación incondicional y universal de la libertad, la justicia y la dignidad humanas; y que esta afirmación remitía al menos a un postulado o anhelo de un ‘Otro’ realmente incondicionado y universal.

 

 

3.1. Del racionalismo crítico al neo-pragmatismo

 

Estos planteamientos fueron bien valorados en su momento, y siguen siendo objeto de interés, al menos teórico, por los estudiosos, como lo muestran la continuas reediciones, traducciones y comentarios de los textos de aquellos sociólogos. Sin embargo, tal vez porque se mantienen en un alto nivel de abstracción, no parecen haber ejercido mucha influencia en la manera como se ha ido configurando la sociedad, ni han servido para corregir sus enormes déficits. A la hora de interpretar lo que sucede en la sociedad y de proponer remedios concretos a sus males, lo que de veras domina son otros planteamientos. Uno de los más habituales, que parece encarnar el Zeitgeist del momento, es lo que algunos han bautizado como ‘racionalismo crítico’.

Para describir esta corriente me permito reproducir lo que escribió un agudo sociólogo de nuestro país a propósito de la presentación del llamado Programa 2000 del PSOE. Lo que se dice trasciende las meras propuestas socialistas, y puede referirse a la mayoría de planteamientos de diversas opciones políticas. El ‘racionalismo crítico’ es

“una particular versión de la razón ilustrada que podríamos caracterizar por: a) una confianza inquebrantable en la fuerza emancipadora de la razón; b) una conciencia de fracasos y errores de esta razón en la historia... y c) el convencimiento de que sólo desde esta misma razón se puede corregir el rumbo... El racionalismo crítico no tiene dificultades en reconocer que la razón ilustrada, que nace para desmitificar todas las pretensiones absolutas y dogmáticas, ha caído ella misma en la irracionalidad y la mistificación. Pero –y esto es capital– señala que la toma de conciencia de estos abusos se produce desde la propia razón moderna. Es la razón que de nuevo desmitifica su propia mistificación... La remisión de la capacidad autocrítica a la propia ciencia significa la exclusión de todo principio arquimédico fuera de la sociedad, en tanto en cuanto ésta es comprendida como racionalidad científica... No hay por qué recurrir a principios morales regulativos, a pretensiones de universalidad ni, por supuesto, a dictados de la tradición, para desde ahí relativizar la realidad existente. Esa relativización del discurso mo­der­no es un acuerdo de los participantes que logran un frágil equilibrio provisional. Lo único per­ma­nen­te y absoluto es el proceso de conflictos y divergencias... Se confunde pretensión de universalidad con dogmatismo... y se opta con toda naturalidad por el pragmatismo, la tolerancia-indiferencia, el relativismo, olvidando que lo que se juega en pretensión de universalidad es una solidaridad fuerte y no otra indolente...”30

 

3.2. Tecnificación de la política y politización de la técnica

 

Ya Habermas había explicado que la sociedad avanzada intenta resolver las crisis y la agudización de las diferencias mediante el intervencionismo estatal en el desarrollo económico (“la sociedad administrada”). Los problemas sociales tienden a reducirse a problemas de técnica económica, por ejemplo, mediante políticas fiscales, legislación laboral, incentivos... La política, en vez de preocuparse por una sociedad más libre y más justa, se preocupa casi exclusivamente de cuestiones propias de la racionalidad técnica, relegando las motivaciones y actitudes de los individuos al campo de lo privado. Son los expertos técnicos los que deciden las metas y los fines, y así la política queda dominada por la racionalidad instrumental...31  La corriente positivista propone que la política sea básicamente regulada por apreciaciones de la realidad social científicamente verificables. No hay que fiarse ya de cosmovisiones ideológicas propias de una mentalidad acientífica. Así los representantes de diversas formas de positivismo ético como Rawls, Rorty, Albert, etc. y, entre nosotros algunos politólogos de la última constelación socialista, como M.A. Quintanilla, R. Vargas Machuca o L. Paramio... Estos analistas propugnan que la ética política ha de ser racional, con planteamientos sometidos a la ley científica de la prueba y el error.

Según ellos, la ética pública debiera fundamentarse en el llamado egoísmo racional o “altruismo utilitarista”32 basado en un intento de afirmar los valores comunitarios a partir del cálculo racional del interés propio. El comportamiento humano, según estos autores, está motivado siempre por el interés propio. La imposición del principio de solidaridad sería algo propio de políticas totalitarias basadas en la defensa de un supuesto bien común definido dictatorialmente. La política ha de generar un sistema de incentivos de recompensa egoísta que motiven a los individuos a comportarse socialmente de manera que se asegure una suficiente armonía. Se trata de una especie de aplicación del clásico liberalismo económico a la ética, desde la suposición de que el bien común resultará sin más del fomento inteligente de los intereses particulares.

Así, los políticos miran más a captar el voto de sus electores instalados en la cultura de la satisfacción inmediata (Galbraith), que a lo que podría conducir a una sociedad más justa. Sus estrategias se guían más por los resultados de las encuestas que por convicciones profundas acerca de lo que puede mejorar el conjunto social.

Ya casi no hay un patrimonio ideológico de las distintas opciones políticas, sino que se procede por una camaleónica adaptación a los deseos de la masa. El racionalismo crítico o el positivismo ético-político desembocan en el neo-pragmatismo; y éste, a su vez, parece conducir a una peligrosa degeneración social, en la que la máxima preocupación de los responsables sociales ya casi no es más que dar carnaza a un público estupidificado por los mismos agentes del sistema.

No hay que extrañarse, entonces, se desemboque finalmente en fenómenos tan alarmantes como el auge del Lepenismo o de cualquier otro movimiento insolidario.

 

4. LAS POSIBLES APORTACIONES DE LOS CREYENTES A UNA REGENERACIÓN SOCIAL

 

Es desde esta perspectiva de crisis de la sociedad como podemos entrar a considerar lo que una actitud creyente podría aportar a la regeneración social. No pretendo sugerir, ni de lejos, que haya que dar marcha atrás al reloj de la historia y que haya que volver al momento preilustrado de una sociedad determinada por convicciones religiosas. Hay que reconocer plenamente que la sociedad ha de regirse por sus propios principios de racionalidad ética y eficacia política, sin someterse al dictado de concepciones que son de otro orden. 

Sin embargo, seguramente no está fuera de razón el principio de Max Weber cuando decía que para comprender cualquier actitud humana se requiere captar la concepción global de la existencia de la que vive el actor; y los dogmas religiosos son parte integrante de estas visiones del mundo. Por esto Max Weber se puso a mostrar cómo determinadas concepciones religiosas pudieron ser determinantes de ciertas conductas económicas y políticas. En realidad, los hombres siguen planteándose preguntas acerca del sentido último de su existencia; y la respuesta, que a menudo toma la forma de una concepción religiosa, actúa como motivación, iluminación y soporte de múltiples decisiones individuales y grupales.

Aquí sólo sugeriré algunas ideas acerca de cómo una concepción de la existencia humana abierta a la comunión con una Realidad trascendente –lo que llamamos “Dios”– podría afectar a la concepción y organización de la sociedad, ayudando a salir de los impasses que resultan de las teorías políticas positivistas33.

 

4.1. La fe como relativizadora de todo lo que no es absoluto (contra los totalitarismos de cualquier signo)

 

Puede parecer paradójico, pero la afirmación de un Absoluto último relativiza todo lo que no es él. En cambio, la negación de un Absoluto supremo, conduce a absolutizar lo que sólo es contingente. En la tradición judeocristiana juega un papel importante la contraposición entre el presente siempre contingente y la escatología definitiva. Ninguna realización temporal y mundana es absoluta ni definitiva. Todo es perfectible, todo está sometido al devenir de la historia. Y, con todo, todo tiene un valor en orden a lo eterno y definitivo. Desde aquí se pueden apoyar dialécticamente a la vez la valoración de las tareas temporales y la relativización de las mismas y de las formas históricas concretas en lo que se refiere al orden socio-político.

Una opción creyente puede contribuir particularmente a exorcizar el peligro de la idolatría del Estado. Desde luego, parece necesaria alguna forma de Estado de Derecho que atienda a las necesidades generales de la sociedad; pero puede ser peligroso y contrario a la libertad y dignidad de las personas que el Estado acapare el control de todos los resortes, obstaculizando el dinamismo de lo que últimamente se ha dado en llamar “la sociedad civil”. El Estado debiera más bien ejercer una función subsidiaria en aquellos aspectos que la iniciativa privada es incapaz de desarrollar... Lo mismo podría decirse acerca de una idolatría de la economía, del progreso técnico, del goce inmediato e individualista y de otros ídolos semejantes que amenazan esclavizarnos.

 

4.2. La fe como aval de la incondicionalidad de la responsabilidad social

 

Uno de los problemas con que se encuentran las teorías sociales positivistas, de signo neo-contractualista o consensualista, es el de justificar el carácter incondicional que de alguna manera ha de tener la ética social. Se puede pretender que las obligaciones del individuo para con la sociedad surgen de alguna forma de contrato o consenso; pero con esto no se responde al que pregunta de por qué se ha de someter uno incondicionalmente a este consenso y por qué es rechazable la instalación en el disenso ocasional o permanente. Este es el flanco débil de teorías como el neocontractualismo de J. Rawls, consensualismo fragmentado de R.Rorty, etc.

La incondicionalidad de la ética, de la que se sigue su universalidad, parecería que sólo puede sustentarse postulando un principio verdaderamente incondicional. Este principio, por ser incondicional, no lo conocemos o poseemos propiamente, pero lo hemos de postular como condición de posibilidad de toda universalidad. Y no se piense que estas consideraciones sólo tienen un valor teórico: si no es posible llegar a una fundamentación absoluta de la ética  no se ve cómo se podrá argumentar en concreto contra los que se declaran contra el sistema, o cómo se pueden condenar “particularidades culturales”, como la ablación del clítoris, la lapidación a muerte por transgresión de los códigos sexuales, o la condena a muerte de la mujer (Sara Balabagán, filipina) por resistirse a tener relaciones sexuales con su patrón34.

Se afirma que la justicia ha de ser fruto de un diálogo verdaderamente universal entre hombres libres e iguales guiados por la razón. Pero la exigencia de universalidad de este diálogo es previa al mismo diálogo, es indiscutible y es indemostrable. Es un postulado “religioso”, último, que se puede denotar con el logos simbólico en el que se expresa la religión, pero que no es objeto propiamente del logos científico.

 

4.3. La universalización solidaria

 

La máxima aportación que una actitud creyente puede y debe ofrecer a la democracia es la de una exigencia de solidaridad universal. Una de las cuestiones hoy más urgentes es precisamente, como decía R. Díaz-Salazar, “pensar si es posible construir una democracia económica que vaya más allá de las fronteras europeas y norteamericanas...”35 Decimos que estamos en la era de la globalización, y efectivamente, nunca como ahora había habido tanta circulación de capitales, de ideas y de técnicas. Y, sin embargo, nuestras democracias son terriblemente provincianas. Defienden la justicia y la igualdad dentro de sus fronteras, pero se desentienden de la injusticia o la iniquidad que pueda haber fuera de ellas, cuando no prosperan precisamente a costa de las desigualdades en el trato con los de fuera.

La fe puede realizar una importante tarea crítica como maestra de la sospecha  contra el ‘sueño de cruel inhumanidad’ (Sobrino) y de irracionalidad con que están adormecidas nuestras sociedades aparentemente tan democráticas y racionales. Es un escándalo vergonzoso que mientras que en el hemisferio norte –“democrático”– viven 1.700 millones de personas en la hartura y el despilfarro de recursos, casi otros tantos millones en el sur están por debajo de los límites de la pobreza, y 800 millones viven simplemente en hambruna permanente. La fe en un Dios Padre de todos es instancia denunciadora de las “pirámides de sacrificios” (P. Berger) sobre los que se sostiene la aparentemente racional cultura occidental.

La religión puede introducir la sospecha sobre el talante despreocupado de las democracias modernas, que miran más al bienestar de los electores en potencia que a la equitativa redistribución de las riquezas o a la aplicación de la justicia en el sistema-mundo. El más escandaloso ejemplo sería el de la más potente y autosatisfecha democracia, la del gran Imperio que rechaza sistemáticamente endosar las políticas de reordenación del mercado de productos agrarios, las de preservación del medio ambiente, o las de hacer efectiva una instancia de justicia internacional.

El gran peligro de las democracias es que, mientras son muy celosas de la igualdad para adentro, fácilmente se comportan como monstruosas tiranías explotadoras hacia fuera. El resultado es la avalancha incontenible de inmigrantes desesperados que nos llega todos los días. Intentar contener esta avalancha sólo por controles policiales es una quimera. Los hambrientos del tercer mundo que mueren en nuestras playas impiden toda posibilidad de autosatisfacción con nuestros supuestos logros. Mientras que los ideólogos del capitalismo se atreven a decir que hemos llegado al “fin de la historia” (Fukuyama), resulta que para más de dos tercios de la humanidad no hay sencillamente posibilidad de historia.

 

4.4. La “cultura samaritana” (Díaz-Salazar)

 

El cristianismo genuino, el del Magnificat y el de la parábola del Samaritano, posee un poderoso acicate ético para luchar contra el exclusivismo prepotente.

“La mayoría satisfecha pide ante todo seguridad ciudadana y, en más de una ocasión, la criminalización de los excluidos sociales... La cuestión de la in­mi­gración no se capta como el desideratum central de este fin de siglo para los países ricos... Los países pobres están siendo abandonados a su suerte, salvo aquellos que son útiles para los intereses geopolíticos o económicos del norte. Son las nuevas víctimas dejadas al borde del camino, ante las cuales los países ricos pasan de largo, como en la antigua parábola del evangelio.”36

Hasta un politólogo tan poco sospechoso de afinidades clericales como F. Fernández-Buey, declara la imperiosa necesidad de retorno a valores evangélicos:

“La solidaridad tiene que ver con la piedad, con la compasión, con el amor al prójimo de la propia especie. Pero el prójimo en una economía mundializada es cada vez menos una persona próxima y cada vez más un prójimo lejano del que apenas sabemos más cosas que su mal y su desgracia... No pocas personas han comenzado a plantearse la pre­gunta sobre las condiciones de posibilidad de amor al prójimo lejano. Esta actitud renueva y adapta a la nueva situación de la mundialización el viejo concepto de caritas... La caritas es más fun­da­mental, más radical que la solidaridad. La solidaridad en el mundo actual es, por una parte, conciencia crítica de la insuficiencia de la caridad reducida a beneficencia y paternalismo; por otra, es propuesta de elevación de la caridad individual al plano social, institucional y político...”37

La mera afirmación de la democracia como corresponsabilidad en plano de igualdad puede encerrar peligrosos equívocos. Bien está que se empiece declarando que todos los hombres son básicamente iguales en derechos y obligaciones. Pero la realidad es que los hombres concretos no se hallan en situación de igualdad: en toda sociedad hay débiles, hay incapaces, hay indefensos, hay explotados y empobrecidos... Aquí no basta con proclamar una solidaridad universal sobre principios igualitaristas: hay que proclamar, como hace el evangelio, una solidaridad parcial, de benevolencia gratuita para con el más necesitado. A esta solidaridad asimétrica difícilmente se llega desde meras consideraciones políticas. Más bien las consideraciones políticas podrían llevar, como ha sucedido, a radicales prácticas eugenésicas. La pregunta que inevitablemente se ha de presentar a la ética positivista es: ¿por qué hay que mantener al débil e improductivo? La defensa del débil ha de venir desde una convicción de que todo hombre tiene un valor inalienable que le hace digno no sólo de respeto, sino de amor.

 

4.5. ¿Una “superstición humanitaria”? (J. Muguerza)

 

El honesto agnóstico J. Muguerza ha hablado alguna vez de la necesidad de “una superstición humanitaria” en estos tiempos de declive de la religión. Es como un reconocimiento de que, si queremos ser de veras humanos, hay que dejar un poco de lado nuestra forma de razón occidental, porque ella es incapaz de suministrar un fundamento universal suficientemente sólido para el humanitarismo que necesita nuestro mundo roto. Sin algún elemento religioso-creyente, que el agnóstico puede cualificar de “superstición”, no parece posible fundar una ética del compromiso social verdaderamente radical.

Uno de los máximos esfuerzos que se han hecho entre nosotros para estructurar una ética sólo desde el sujeto humano, sin recurrir a ninguna trascendencia, es el de J. A. Marina en su Ética para náufragos. Argumentando con J.I. González Faus sobre la validez de su intento, J. A. Marina hablaba de la dignidad humana como fundamento ético38. Perfecto. Pero, ¿dónde se fundamenta la dignidad humana? La dignidad humana no puede ser científicamente demostrable, sólo puede ser “creída”, objeto de una especie de “superstición” de la que hablaba Muguerza. El creyente afirmará que el fundamento último de la dignidad humana es Dios, que creó al hombre a su imagen y lo hizo objeto de su amor incondicional. Y el agnóstico tendrá que creer en la dignidad humana con una fe que no será una conclusión racional de algo, sino que tendrá algo de fe “religiosa” (¿o “supersticiosa”?).

 

4.6. La primacía de los últimos, criterio de una política más humana

 

Los políticos tienden a buscar la valoración del público por el éxito visible de sus realizaciones. Pero esto les puede llevar más a buscar el espectáculo o los réditos electoralistas que a la promoción de la verdadera humanidad de los más necesitados. El creyente, por fidelidad al evangelio, exigirá que se mida la política por el criterio de la primacía de los últimos, es decir, el criterio de si se ha favorecido o no la suerte de los excluidos y oprimidos, de si se ha escuchado la voz de los sin voz. Las políticas que, por brillantes que sean,  van dejando por el camino oscuras bolsas de marginación y de pobreza, son políticas que han de merecer siempre el severo juicio crítico del creyente. Pero también, desde el otro lado, el principio evangélico de la primacía de los últimos ha de servir de criterio de la autenticidad y vigor de la fe del creyente. Cuando éste vive una religión en la que no hay sensibilidad de protesta contra las políticas marginadoras, en la que no hay la urgencia de ser “sal de la tierra y luz del mundo” para reclamar una verdadera justicia e igualdad, esta religión ha quedado desvirtuada y tiene poco o nada que ver con el evangelio.

 

4.7. Más allá del legalismo

 

Las sociedades suelen estructurarse dentro de un marco legal con el que se pretende garantizar la equidad en oportunidades, derechos y obligaciones. De ahí que la primera exigencia para los miembros de una sociedad sea la de que respeten la legalidad. Pero el principio de legalidad está inevitablemente sujeto a aquellas limitaciones que San Pablo describió perfectamente cuando habló de la implicación entre la ley y el pecado. La ley, que debería servir para proteger los derechos de todos, tiende fácilmente a convertirse sólo en el arma con que yo me protejo y me afirmo contra todos. La ley es necesaria; pero una sociedad en la que sus miembros se atienen sólo a lo que manda o prohíbe la ley será pronto una sociedad inviable. Se requiere una genuina motivación ética más allá del mero cumplimiento de la legalidad. Como dice Ricoeur, hay que “salvar” a la sociedad del mero legalismo39 y educarla en la creatividad, en la responsabilidad personal, en la generosidad... Y esto se consigue particularmente –no digo que exclusivamente– a partir de un reconocimiento de las hondas raíces de la solidaridad humana que proporciona una visión religiosa del mundo.

 

4.8. Aun contra el propio interés

 

La sociedad ha de repensar su racionalidad ética desde la “cultura samaritana”. Sólo así podrá entrarse en ciertas políticas que requieren, como dice un conocido economista, “una lógica distinta del comportamiento racional y egoísta del interés propio”40. Peter Glotz en su famoso Manifiesto para una nueva izquierda europea, escribió:

La izquierda debe poner en pie una coalición que apele a la solidaridad del mayor número posible de fuertes con los débiles, en contra de sus propios intereses. Para los materialistas estrictos, que consideran que la eficacia de los intereses es mayor que la de los ideales, ésta puede parecer una misión paradójica, pero es la misión que hay que realizar en el presente.41

Hoy día parece que nadie se atreva ya a hablar de renuncia al propio interés en bien del otro. Eso parece ascética de oscuros tiempos monacales. Sin embargo hay quien empieza a redescubrir que una sociedad, para ser sana, necesita que sus miembros tengan una honda capacidad de renuncia en favor de la comunidad. Las concepciones de alguna manera religiosas son, sin duda, las que mejor pueden aportar este sentido de corresponsabilidad dispuesta aun al sacrificio. (Sin negar que hay, por supuesto, determinadas ideologías no específicamente religiosas, por ejemplo, el marxismo, la conciencia étnica o nacionalista, etc., que pueden aportar algo de este pathos y que, por esto mismo, aparecen a menudo como formas de “religión laica”).

La corresponsabilidad solidaria comprometida hasta el final difícilmente se fomenta a partir de un neo-pragmatismo positivista. El desfallecimiento ideológico y el recelo de los ‘grandes relatos’ propio de la época actual sólo favorece la insolidaridad y el conflicto. Porque cuando se abandona el ‘gran relato’ del común origen y destino de todos, y del valor supremo de todos y cada uno, inmediatamente es sustituido por el mezquino relato de la exigencia de la propia autoafirmación a costa del otro.

 

4.9. Salir del “egoísmo ilustrado”

 

Mientras que el positivismo pragmático parece incapaz de hacer salir al hombre de un “egoísmo ilustrado” (Habermas), la actitud creyente es una actitud que obliga al hombre a salir constantemente de sí mismo. El hombre no es un yo cerrado, accidentalmente abierto a la sociedad por un cálculo egoísta de intereses. El hombre es un ser constitutivamente abierto a un tú –el de Dios y el de los demás humanos– , de tal manera que no puede ni existir si no es en la medida en que existe con el otro y para el otro. Seguramente no hay que considerar casual que haya haya sido precisamente en ámbitos creyentes donde se ha cultivado aquella línea de pensamiento que, en los antípodas de aquel egoísmo, reconoce la relación dialogal como constitutivo esencial de la persona.

Tanto la antropología dialógica de M. Buber como el personalismo de E. Mounier –para citar sólo dos nombre señeros de esta corriente– desarrollan un tipo de antropología en la que la persona tiene primacía sobre la mera naturaleza, lo cual determina un rechazo radical de todo tipo de instrumentación ideológica del ser humano y señala exigencias concretas de comportamientos morales y políticos solidarios.

Más allá de matices y formas que hayan podido tomar estas filosofías, el reconocimiento de que sólo podemos realizarnos como humanos en la medida en que aceptamos nuestro ser dialógico y en que radicalmente rechazamos que el otro pueda ser utilizado como mero instrumento para mis intereses impide enquistarnos en un individualismo estéril y antisocial42.

 

4.10. La fe como catalizador utópico-profético

 

La sociedad necesita como un catalizador utópico-profético. Ha de haber un lugar para instancias que faciliten la emergencia de preguntas para dar pasos adelante en la dirección de una mayor justicia. Ha de haber quien promueva el coraje y la esperanza para arriesgarse en la defensa de los otros vulnerados, y quien suscite acciones, movimientos y signos provocadores de un comportamiento más solidario, alternativo a la insensibilidad ética general43 (voluntariado, abolición de la deuda externa, postulación del 0’7, defensa de la naturaleza...). Es indudable que la fe cristiana, cuando se encuentra arraigada hondamente en los valores evangélicos, tiene una fuerza vital muy importante para la transformación de la sociedad. De la práctica de Jesús, a quien el cristiano profesa querer seguir, se sigue el principio de

“la primacía de los últimos, la pasión por su liberación, la crítica de las riquezas, la cercanía a las víctimas de la explotación, el anhelo por construir la fraternidad  desde la justicia; y, más allá de ésta, la apuesta por un estilo de vida centrado en la desposesión y la comunión de bienes, la unión entre el cambio de la interioridad del hombre y la transformación de la historia, etc.”44

Hace algún tiempo, Ignacio Sotelo escribía que “los últimos socialistas hay que reclutarlos en algunos grupos cristianos, mientras que de los agnósticos provienen los nuevos conservadores liberales. Hay en determinados creyentes una persistencia utópica que no se encuentra en otros militantes...”45

 

4.11. ¿Cómo dar un ‘alma’ a la política?

 

Hay una sensación generalizada que la política se ha vuelto tecnocrática y gris, que ya no está movida por ideales de mejora de la sociedad, sino sólo por la preocupación de administrar lo que hay evitando los conflictos. Algunos dicen que a la política actual le falta “alma”. Jacques Delors, un político con fama de tecnócrata, creó el programa Donner une âme a l’Europe, y afirmó lo siguiente:

“Hay todavía mucho que hacer para asegurar la primacía del espíritu y la aportación indispensable de la cultura en nuestra Europa y en nuestras democracias desvitalizadas. Esta Europa que está en vías de unidad necesita una memoria y un alma. Así, y solamente así, haremos prosperar el espíritu europeo.”46

Y también en otra parte:

“La crisis de la democracia es también una crisis moral y, por consiguiente, la espiritualidad debe revitalizar la sociedad... La crisis moral de la democracia se debe, en parte, a la debilitación de la espiritualidad.”47

Por su parte, Victoria Camps, bien conocida como estudiosa de los fundamentos de la ética, después de haber valorado todo lo que el positivismo ilustrado puede ofrecer en este campo, llega finalmente a confesar:

“La ética exige ciertos resortes, en la búsqueda de los cuales no es absurdo ni espúreo recurrir a la religión... La izquierda parece enfrentarse a fenómenos para los que parece no tener palabras. Uno de ellos es la religión. Despreciarla y abandonarla a los elementos más conservadores no es ya una actitud progresista, sino una actitud de inhibición cuando uno reconoce que se ha quedado sin estrategias.”48

 

4.12. Entre el realismo y la utopía

 

El creyente recibe de la fe motivación, iluminación y correctivos para la acción política. Pero sabe que desde la fe es llamado a seguir un camino cuya meta es siempre utópica. El Sermón de la Montaña no se puede convertir en programa político. Por eso el creyente habrá de mantenerse en guardia contra un exceso de expectativas o de purismo, que podrían inducirle a actitudes de rechazo de las mediaciones inevitablemente imperfectas con las que se ha de actuar en la sociedad. El creyente ha de estar convencido de que su compromiso político está sometido a las reglas de la racionalidad natural, del cálculo de la relación entre medios y fines y de las condiciones concretas de cada situación y momento. Y aunque los fines últimos siempre han de ser los de una máxima humanización de la sociedad, tendrá que admitir que no siempre se tienen al alcance los medios y las condiciones óptimas, y que, a veces, sin renunciar al ideal utópico, habrá que adaptarse a las posibilidades concretas. Asimismo el creyente, convencido de que no es posible obtener una plena objetividad y certeza en el diagnóstico y remedio de situaciones, ha de respetar el pluralismo de opciones políticas, y no ha de pretender imponer por la fuerza soluciones determinadas. El evangelio se ofrece como luz que inspira metas, pero no impone políticas concretas, ni menos soluciones técnicas49.

 

4.13. Una fe no alienadora, sino y liberadora

 

Cuando hablamos de fe o de religión podemos estar hablando de realidades muy equívocas. Desde luego hay formas de religión que son “opio del pueblo”, opio del burgués y aun opio del explotador que cree haberse justificado ante Dios y ante la sociedad porque ha cumplido con los rituales religiosos socialmente reconocidos. La auténtica fe es la que afirma un Dios verdaderamente liberador de todos. Y sólo podemos reconocer a “Dios” como Dios si se le concibe como Aquel que impele al hombre a ser hombre. Los dioses que los hombres utilizan para encubrir sus injusticias o para destruirse unos a otros no pueden ser dioses auténticos. Dios es el Dios de todos, garante de la justicia y de la dignidad de todos, o no es Dios. Los teólogos de la liberación actualizaron una vieja sentencia de San Ireneo (siglo II): “La gloria de Dios es la vida de los hombres”. El criterio de validez de la fe le vendrá dado desde el testimonio de su efectividad liberadora. Un Dios que no libera, sino que esclaviza, es un ídolo.

Debemos andar con cautela, porque nada se corrompe tan fácilmente como la idea de Dios cuando la ponemos al servicio de nuestros intereses. Des­gra­ciadamente, en la tradición cris­tiana tenemos muchos ejemplos de corrupción de la idea de Dios puesto al servicio, por ejemplo, del imperialismo teocrático papal en la Edad Media, del exterminio de judíos, musulmanes, herejes o brujas, de la justificación ideológica del absolutismo monárquico... y otras mil aberraciones que se han dado en nuestra historia religiosa. Sin embargo, la misma historia muestra que la fe posee en la tradición judeocristiana elementos que resurgen siempre con fuerza e impulsan al desenmascaramiento ideológico y a la instauración de una sociedad más libre y más justa. Es la fuerza que proviene de una tradición que está fundada sobre un impulso radical anti-idolátrico y liberador, incompatible con cualquier absolutización de los poderes de este mundo, y sobre una decidida manifestación de Dios a favor de los más pobres y desposeídos. Afortunadamente, la continuada relectura del Éxodo o del Sermón de la Montaña hace que uno no pueda permanecer tranquilo con una fe complaciente con la injusticia.

En la misma fe cristiana hallamos elementos que conducen a una permanente sospecha de ideologización de nuestras conductas. Por ejemplo la clásica doctrina del ‘pecado original’ (dejando de lado las sutilezas de las explicaciones de los teólogos)  nos dice que el ser humano no es un ser ética o políticamente neutro, sino que hay en él tendencias que contradicen su esencia más profunda: hecho para la libertad y la justicia en sociedad, experimenta la tendencia a la autoafirmación insolidaria y negadora del otro.

Este es un hecho existencial que los teóricos sociales no suelen tomar en consideración: creen que basta proponer el bien para que los hombres lo hayan de seguir, y no cuentan con la retorcida complejidad que anida en el corazón del hombre, que, en frase de San Pablo, se encuentra con que inexplicablemente “no hace el bien que quiere, sino el mal que no quiere”50. La fe tiene una comprensión del hombre mucho más honda y realista que la de la mayoría de teóricos de la política, y por esto puede aportar  una promesa de liberación más honda: la de la gracia salvadora, que no es alienante, sino exigente e interpelante.

 

5. A MODO DE CONCLUSIÓN

 

J.B. Metz ha dicho que la mentalidad ilustrada arrastra un mal congénito, que es andar con el espíritu partido, porque sólo ha heredado la mitad de la tradición que la alentó51. Se dice que la razón viene de Grecia y la fe de Israel; y la Ilustración pensó que con la sola razón basta para dar sentido a la vida del hombre, y que a lo más la fe tiene un lugar privado en los ámbitos del sentimiento.

 

 

5.1. La doble raíz: razón griega y fe hebrea

 

Desde luego, con la razón griega se podrá intentar ordenar la vida de los hombres como individuos y como sociedad en vistas a una felicidad humana: esto es lo que quiere plasmar la democracia. Pero los hechos obligan a admitir que este ordenamiento racional sólo lo será de veras si somete la libertad a exigencias que ya no son propiamente racionales, sino de fe; y esta sería la aportación propia de la herencia judía. Se trata de aquel principio de la fe de Israel que manda adorar a Dios sobre todas las cosas, traducido en el reconocimiento de que el verdadero bien del hombre no es lo que él decide  (individual o socialmente), sino lo que viene reclamado y exigido por su misma realidad individual y social; en definitiva, lo que en tiempos clásicos se intentaba decir hablando de ley natural o de ley eterna. En otras palabras, la democracia tendrá que reconocer que no es el mero consenso mayoritario lo que crea de raíz el bien, sino que, al menos en última instancia, el bien es previo a lo que los hombres eligen y es precisamente aquello que constituye a los hombres como hombres. No hay ninguna garantía de que la mayoría democrática no pueda llegar a obcecarse y escoger libremente su propia destrucción, como ya hizo notar K. Jaspers52 a propósito del acceso de Hitler al poder. Ciertamente tampoco no hay ninguna garantía de que baste con que alguien se presente como expresión del bien querido por Dios para que lo sea efectivamente. Dado lo que son los hombres más bien habrá que estar siempre abierto a la sospecha de impostura. El mismo consenso democrático no alcanza a ser por sí mismo principio y fuente última de bondad, y la afirmación de Dios, y del bien verdaderamente absoluto y universal que él representa, puede ser el símbolo para una crítica lúcida de la misma democracia, aunque, eso sí, con muy rigurosas cautelas contra los que pretendan imponernos sus intereses en nombre de Dios… Como dice J. M. Mardones en su profundo estudio de la religión en J. Habermas,

“no cualquier modo de vivir la religión es apto para proporcionar esta revitalización del mundo de la vida. Únicamente aquellas tradiciones religiosas dotadas del universalismo de la justicia y la fraternidad que, además, sean asumidas y vividas hoy crítica y autocráticamente, serán capaces de ofrecer la relevancia social...”53

 

Notas

 

1. Es bien conocido cómo, por ejemplo, Hugo Grocio propugnó el establecimiento de un sistema ético natural que hubiera de ser observado et si Deus non daretur.

2.  R. Díaz-Salazar, La Izquierda y el cristianismo, Madrid, Taurus, 1998, 96ss. Entre nosotros, M. Escudero, coordinador del Programa 2000 del PSOE declaraba: “Soy partidario de que la fe religiosa sea una opinión de la vida privada, pero nunca de la pública... No quiero minusvalorar lo que puede tener el cristianismo para fortalecer las convicciones personales progresistas de mucha gente... Pero el socialismo en su planteamiento estratégico no va a ir en España por la opción de considerar el catolicismo o la posición religiosa como un valor añadido que potencie la progresividad de un sujeto social...” Iglesia Viva, nº 140-141, 283ss.

3. J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa, Madrid, Taurus, 1987, I, 445ss. J.M. Mardones, Análisis de la sociedad y fe cristiana, Madrid, PPC, 112ss.

4. El Hombre unidimensional, Barcelona, Seix Barral,  1985, 33.

5. Ibid. 39.

6. Cf. T.W. Adorno y M. Horkheimer, Dialéctica de la Ilustración, Madrid, Trotta, 1998. M. Horkheimer, Sobre el concepto de hombre, Buenos Aires, Ed. Sur, 1970, 185-205. J.M. Mardones, Dialéctica y sociedad irracional, la Teoría Crítica de la sociedad de M. Horkheimer, Bilbao, Mensajero, 1979, 60ss; 102ss.

7. M. Horkheimer, Crítica de la Razón instrumental, Buenos Aires, Ed. Sur, 1973, 194.

8. Cf. J.M. Mardones, Dialéctica y sociedad irracional, cit. 95-96.

9. Cf. J.M. Mardones, ibidem 103.

10. M. Horkheimer, Anhelo de justicia, Madrid, Trotta, 2000, 85. Cf. también: Sobre el concepto del Hombre, Bs. Aires, Sur, 1970, 63-64.

11. Cf. J. Habermas,  Israel o Atenas, Madrid, Trotta, 2001, 121ss. También, id., Textos y contextos, Barcelona, Ariel, 1996, 133ss.

12. Cf. J. Habermas, Pensamiento postmetafísico, Madrid, Taurus, 1990, 186.

13. J.M.  Mardones, Teología e ideología,  157.

14. Cf, J.M. Mardones, Teología e ideología, Bilbao, Mensajero. 1979, 167.

15. M. Horkheimer, Anhelo de justicia, Madrid, Trotta, 153.

16. J. Habermas, Textos y contextos, Barcelona,  Ariel 1996, 128.

17. Cf. Anhelo de justicia, cit. 163.

18. Ibid. 168. Este es un tema en el que Horkheimer insiste constantemente: cf. ibid. 93; 187; 193; 217.

19. Ibid. 169. Esta idea es repetida también por Horkheimer en formas diversas. Cf., por ejemplo,  ibid. 242. El anhelo de un totalmente Otro es un anhelo que une a los hombres, de tal modo que los hechos atroces, las injusticias de la historia pasada, no sean el destino último, definitivo de las víctimas...”

20. Anhelo de justicia, cit. 217.

21. Ibid. 219.

22. Cf. P. Valadier, La anarquía de los valores, PPC, 1999, 160. H. Habermas, Israel o Atenas, Trotta, 2001, 201.

23. J. Habermas, Theorie des Komunikativen Handels, Frankfurt, 1981,16. Cf. J.M. Mardones, El discurso religioso de la Modernidad. Habermas y la religión, Barcelona, Anthropos, 1998.

24. Así lo dice expresamente en su Theorie des kommunikativen Handels II, Frankfurt, 1981, 118-119: “Las funciones social-interpretativas y expresivas, que antes asumía la práctica ritual, pasan a la acción comunicativa. La autoridad de lo sagrado viene sustituida por la autoridad de un consenso que se considera fundado una y otra vez. Esto significa que la acción comunicativa queda liberada de contextos normativos tutelados por lo sagrado... El aura del encanto y del temor que emanaba de lo sagrado, la fuerza subyugante de lo sacro pasan a ser sublimadas y al mismo tiempo cotidianizadas en la fuerza vinculante de supuestos de validez criticables”. Cf. una excelente exposición y critica de esta postura en A.W.J. Houtepen, Dio, una domanda aperta, Brescia, Queriniana, 2001, 158 ss.

25. H. Habermas, Israel o Atenas, Trotta, 2001, p.201.

26. Madrid, Taurus, 1984, p. 344.

27. J. Habermas, Pensamiento postmetafísico, Madrid, Taurus, 1990, p.25.

28. ibid. p. 60.

29. id. Texte und Contexte, Frankfurt, Surkampf, 1992, p. 125.

30. Reyes Mate, Religión y Socialismo, más allá de la política, en Iglesia Viva, nº 140-141 (1989), p. 291-292.

31. Cf. J.Habermas, Ciencia y técnica como ideología, 85. J.M. Mardones, La filosofía política del primer Habermas, en: AA.VV., Teorías de la Democracia, Anthropos, 1988, 73.

32. Cf. L. Paramio, Tras el diluvio, Madrid, Siglo XXI, 1989; F. Savater, Ética como amor propio, Madrid, Mondadori, 1988. Cf. R. Díaz Salazar, La Izquierda y el Cristianismo, 165ss.

33.  Evidentemente, estoy pensando básicamente en el cristianismo. Pero lo que se dice podría en gran parte aplicarse a otras formas de teísmo religioso.

34. Cf. P. Valadier, La anarquía de los valores, PPC, 1999, p. 170.

35. La Izquierda y el cristianismo, cit. p. 64.

36. Cf. R. Díaz Salazar, La Izquierda y el Cristianismo, cit. 393ss.

37. F. Fernández-Buey, Grandes corrientes de solidaridad en el mundo de hoy, en: Éxodo, nº 34, 1986, p. 7-8.

38. Cf. Iglesia Viva, nº 211 (2002), 110 ss.

39. P. Ricoeur, Amor y Justicia, Madrid, Caparrós, 2000, 82ss. R. Díaz-Salazar venía a decir lo mismo: “Estoy convencido de que cuando la política no está fecundada por instancias prepolíticas y metapolíticas cae inexorablemente en un fundamento mecánico que la petrifica y la lleva a la nulidad”. La Izquierda y el Cristianismo, Madrid, 1998, 298.

40. J. Sevilla, Balance y perspectiva de las relaciones Norte-Sur, Valencia, Publicacions de la Generalitat, 1993, p. 178.

41. O.c. Madrid, Siglo XXI, 1987, p. 21

42. Puede verse C. Díaz, Introducción al personalismo, Madrid, Gredos, 1975.

43. Cf. J. Habermas, La reconstrucción del materialismo histórico, Madrid, Taurus, 1981, p. 312.

44. R. Díaz Salazar, La izquierda y el cristianismo, cit., p. 399.

45. El socialismo, diez años después, Iglesia Viva, nº122 (1986), 123.

46. En I. Berten, ¿Un alma para Europa?, Cuadernos de Trabajo social, nº 9, 1996, p. 57.

47. J. Delors, De cuerpo entero, Madrid, 1996, p. 257.

48. V. Camps, El malestar de la vida pública, Barcelona, 1996, p. 74

49. La legitimidad y aun necesidad de un pluralismo político entre cristianos se expresa en los documentos del Concilio Vaticano. II. Cf. Gaudium et Spes n. 74-75. Cf. Mardones, Fe y Política, cit.  71ss.

50. Rom 7, 15.  Cf. V. Camps, Religión y liberalismo, en: AA.VV. Ciudad de los hombres, ciudad de Dios, Madrid, Comillas, 1999,  219. “La izquierda ha hecho suya la idea de que bastaba la democracia –las instituciones, el procedimiento– para que las personas también cambiaran y se volvieran más honradas y solidarias. Los hechos están mostrando que esto no es así...”

51. Cf. J.B. Metz, Die anamnetische Vernunft, dins: AA.VV. Zwischenbetrachtungen, Festschrift J. Habermas zum 60. Geburtsstag, Frankfurt 1989, 733ss. Citado por R. Mate, La razón de los vencidos, Barcelona, Anthropos, 1991, 74.

52. Origen y meta de la Historia, Madrid, 1985, 164.

53. El discurso religioso

 

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